viernes, 31 de agosto de 2007

Yo y yo misma

—Venga, no seas vaga, tienes que describir ese lugar.
—¡Déjame en paz!, ahora no me apetece.
—Todo es ponerse, mujer. A ver: lugar donde pasas el mayor tiempo del día. Piensa, piensa…, ¿dónde crees que lo pasas?
—No seas pesada, yo que sé, nunca lo cronometro. Siempre estoy saltando de un lugar a otro. Tendría que ir sumando minutos de aquí y de allá y ver donde acumulo más horas. No sé… Supongo que ese lugar es la cama.
—Pues habla de tu cuarto.
—No. Eso me aburre. Preferiría hablar de mi almohada.
—Pero la almohada no es un lugar, sólo es un objeto.
—Bueno, da igual, para mí es un lugar.
—Vale, pues si es un lugar descríbelo a ver que te sale.
—¡Déjame en paz!, ya te dije que estoy cansada.
—¿Lo ves? ya estás dándote disculpas.
—No me apetece escribir de nada, ¿me oyes?, ¡de na-da!
—Ya. Lo que te pasa es que vives encorsetada, agarrotada. Por eso no tienes voz narrativa. Sólo eres un papagayo que repite palabras pomposas, rocambolescas y artificiales. Frases o ideas que has escuchado a otros. Por eso estas afónica. Tanto tiempo hablándole a tus adentros te han dejado muda. ¡Escribe, coño, escribe de una vez!
—Mi almohada es…, es…
—Sigue. ¿¡Es qué!?
—Es baja, blandita…
—Sigue. No te pares ahora.
—Está hecha de espuma, de trocitos multicolores, deformable, para que se doblegue cuando la abrazo. Me muevo a un lado y a otro y la llevo conmigo, volteándonos al compás. ¿Te acuerdas?, fue ella quien me enseño a hacer punto de cruz?
—Sí, ya lo sé.
—Cruzaba hilos en el aire y…
—Sigue. ¿por qué te paras ahora?
—¿Lo ves?, ya no puedo seguir. Cuando intento atrapar una idea se me va la inspiración y me bloqueo, dejo de ser yo y quiero ser otra. Otra con una voz más florida, más culta, y al final todo me parece simplón, sin gracia, y entonces dejo de escribir.
—Pues sé tu misma, vuélcalo según te viene a la cabeza, sin pararte. Venga, sigue contando lo del punto de cruz.
—La festividad del Día de la Madre estaba próxima, yo tenía nueve años y en el colegio me había pasado cuatro tardes enhebrando hilos verdes y rojos en un intento vano de bordarle a mamá un mantel como regalo. Y no me salía. El gran momento se acercaba y mi labor seguía intacta. Hasta que una madrugada, despierta y con los ojos cerrados, comencé a dar puntadas en el aire, cruzando hilos con la mente. Haciendo y deshaciendo sin tijeras ni dedal. A las tres de la madrugada me levanté, cogí el trapo que descansaba sobre la mesilla y, bajo el coco de luz de mi lamparita de payaso, bordé cuatro cuadros con ocho pasadas de aguja: perfectos, impecables. Al día siguiente ya no pude parar y terminé el mantel en dos tardes y tres noches de insomnio voluntario. Aún recuerdo los ojos de mi madre, tambaleantes, intentando sujetar dos lagrimones dentro de los párpados. Todavía lo conserva, protegido por un papel amarillento que hace años era blanco.
—Bueno…, en fin…, has logrado teclear algo. Es un churro, pero algo es algo, ¿no?
—Claro, otra mierda más, pero como no paras de comerme la cabeza…Y lo peor es que se me fue el tiempo y al final no describí el lugar que me proponía. Otro día de fracaso.
—No es cierto. Lo has intentando. Y los intentos son avances.
—Bah, claro, lo que tu digas. Ahora déjame, hoy ya no voy a escribir más. Estoy cansada. Muy cansada.
—¿Seguro que es cansancio?
—¡Que me dejes en paz, coño!


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