Estoy despierto y un sol inútil, como un estorbo, envuelve mi cuerpo como un cobertor. Trece meses que merodeo en medio de este encierro. Trece meses que no me recibe el húmedo goce de su sexo. El sueño no me viene si no es por medio del fuego de esos licores inmundos con los que me enveneno en el sopor nocturno. Beber. Beber y dormir es lo único que puedo permitirme. No tengo deberes, no necesito dinero, por eso pierdo el tiempo quieto, muy quieto, y miro el cielo, siempre negro, sin temor. Como poco y bebo mucho porque siempre siento el pecho seco. Vivo sin deseos excepto el de dormir. Dormir, dormir, dormir... Mi cuerpo sólo conoce el hielo del suyo, un frío que rellenó mi mente de recuerdos inútiles.
Fue un bochornoso domingo del mes de julio. No quise detenerme, quise morir como los toros que lidié: embistiendo fiero, cubierto de sudor y con el gesto chulo de quien se siente poderoso. Solté el estoque y enfrenté los violentos pitones. Cerré los ojos y escuché un público enfebrecido, sus vítores unidos en un mismo coro. Y pensé en Esther, justo en el momento en que el bicho penetró mi pecho muerto. Pero no tuve suerte.
Noto sus ojos en mi frente, rencorosos. No puedo verlos, pero sé que Esther me sonríe sin reír y me miente sin pudor. No me quiere, lo sé, pero no me duele. Lo que me duele es seguir viviendo en este encierro de invidente inútil.
LA HERENCIA, Javier Fernández Delgado
Hace 1 día
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