Llueve y un semáforo en rojo me detiene el paso. Mientras aguardo, observo a una pareja joven que espera al otro lado de la calle. No llevan paraguas y el chico cubre las cabezas de ambos con su anorak a modo de toldo. Ella parece contarle algo muy concentrada, gesticulando con la mano que le deja libre su carpeta. Él, que la observa en silencio, de repente la empieza a besar. La chica, con gesto azorado, se queda muda y mira al suelo. En ese instante, mi memoria abre su pantalla para hacer presente un recuerdo:
Es noviembre y estamos en una esquina desierta resguardados de la lluvia al salir de clase. Yo le hablo de combinatorias y derivadas sin parar. Juan me mira fijamente y sin decir una palabra me besa la primera vez. Es un beso que me coge por sorpresa. Ni siquiera puedo responder. Se aleja un poco para mirarme. Yo, aturdida, miro hacia no sé donde, desconcertada, como perdida. Indefensa. Busco en mi mente algo con que comparar lo que siento. En medio del caos mío él me vuelve a besar. Otro beso, y otro más, toda una batería de besos más, que me envuelven, me aturullan…
Cuando se separa de mi boca me oigo pronunciar: “no vuelvas a hacer eso”. Lo digo así, bajito, casi sin pensar. Y él me responde: “perdón, no lo pude evitar”. Me sonríe pícaramente y me vuelve a besar. Una, dos, diez o quince veces más. No nos da tiempo a respirar. Yo me abandono en sus brazos, destensando mi columna vertebral. Sus manos recorren mi espalda sin cesar. Yo cierro los ojos. Le oigo respirar. Me aprieta en su pecho y yo, sin escapatoria, me dejo, me dejo, me dejo… No puedo más.
Se abre el semáforo. Suspiro y vuelvo a la realidad. Me cruzo con la parejita en mitad del camino. Ella sonríe. Él la vuelve a besar.
Publicado en la Revista “Anaquel Austral” (5-6-2005) Picar aquí
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