Uso gafas desde los ocho años y ya entonces me di cuenta que cuando no las llevaba puestas no sólo veía el mundo borroso sino que la ceguera alcanzaba también a los sonidos. No es que no los oyera, sino que perdía la concentración necesaria para captar la realidad, haciéndome vivir en un mundo aparte. Me acostumbré, en la infancia, a quitármelas para no oír las riñas de mi madre, para que me dejaran en paz en la adolescencia o para escaparme de las quejas de mi familia o de mi jefe en el trabajo. Mi hijo también es miope y mi mujer no entiende por qué razón le impido quitarse las gafas mientras le regaño por sus notas.
Tanto él como yo sabemos el motivo, pero los dos callamos.
viernes, 31 de agosto de 2007
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