miércoles, 22 de octubre de 2008

Bajo el paraguas

Yo tenía quince años, comenzaba la primavera y aquel día en la calle llovía sin piedad. Hacía mucho rato que aguardaba en el portón del instituto, abrazada a mis carpetas, esperando a que el cielo se cansara de llorar. Saqué un chicle y me lo metí en la boca para calmar el hambre, o la impaciencia. Si seguía allí terminaría por perder el autobús, así que en un arranque de valentía, y con gran dolor por el descalabro que sufriría mi melena, eché una carrera hasta que me frenó un semáforo. Entonces apareció él, con su mochila colgando del hombro y un inmenso paraguas negro. Se acercó, y sin pedirme permiso me cobijó bajo su enorme ala frenando el aguacero que comenzaba a empapar mi cabeza.
—¿Puedo acompañarte hasta el autobús? —me dijo.
—Eh?… —respondí aturdida.
—Si quieres —matizó.
—Ah, pues sí, claro, claro —me repuse—. Muchas gracias.
Se llamaba Raimundo. Era delgado y alto, muy alto. Hacía tiempo que nos lanzábamos miraditas entre clase y clase y alguna que otra charla con testigos que impedían otras de más hondura.
Echamos a andar calle abajo en silencio, todo lo pegados que nos impuso el paraguas. Yo le miraba a hurtadillas: un mechón de pelo negro le caía de cuando en cuando por la frente hasta taparle los ojos, lo que le llevaba a tener siempre ocupada la mano izquierda en el trajín inútil de despejarse la cara. Otro semáforo nos volvió a parar. Se puso frente a mí, y sin decir nada, posó sus dedos en uno de mis pómulos. Me sobresalté ante el contacto y me alejé un poco.
—¡Tranquila!, que no te voy a pegar —dijo tras una risotada—. Sólo intento secarte la cara.
Aplastó con su pulgar una gota perezosa que aún colgaba en mi piel. Sentí como se me iban encendiendo las mejillas sin que pudiera hacer nada. Agaché la cabeza para que el pelo ocultara mi vergüenza hasta que se fue aplacando el rubor.
Cerca ya de la parada vimos el bus detenido. Bajó una señora de mediana edad con dos niños. Corrimos para alcanzarlo antes de que se pusiera en marcha, pero fue inútil.
—Pues vaya…, jolín, qué por poco… Menos mal que por lo menos aquí no me mojo —Señalé el techo de la marquesina.
—¿No pensarás que te voy a dejar aquí sola y desamparada? —dijo con la voz ahogada por la carrera—. Venga, vamos andando. Te acompaño hasta tu casa.
—No, hombre…, ¿cómo vas a hacer eso? —moví la mano en el aire—. Vivo muy lejos.
—Y qué importa eso, ¿no ves que tenemos tejado? —rió agitando el paraguas.
En realidad yo lo estaba deseando, así que no insistí en la negativa. Por el camino hablamos sin parar de cosas que no recuerdo, saltando de una a la otra en un confuso diálogo causado por mi tonto azoramiento. Tampoco recuerdo si caminamos deprisa o despacio, ni si fuimos por algún atajo o rodeando la ciudad entera. Lo que sí recuerdo fue el gran deseo de que no llegáramos nunca a mi destino. Pero llegamos.
—Bueno…, pues aquí esta mi casa— mostré con risita cursi mi portal.
—Aja —dijo mirando la placa del número—, pues ahora ya sé dónde tengo que venir a buscarte.
—¿A buscarme? —yo nuevamente arrebolada.
—Sí. Bueno…, si tú quieres, claro.
—Esto…, bueno…, vale —dije a la par que estiraba y soltaba sin tregua las gomitas de mi carpeta.
—No pareces muy entusiasmada —encogió su altura inclinando la cabeza para buscar mis ojos.
—Oh, sí, sí. Me gustaría mucho —asentí mientras apretujaba la carpeta para que él no oyera los saltos de mi pecho.
Y entonces sucedió: allí, al cobijo de aquel paraguas, me atrajo hacia él y recibí mi primer beso. Sentí unos labios calientes. Sentí una lengua colándose entre ellos. Sentí el ansia de la mía. ¡Dios mío!: sentí el chicle atrapado entre las dos. ¿Qué hacer con él? Primero lo lancé hacia la esquina izquierda, sobre la muela del juicio, pero su lengua inquieta descubría todos los recovecos de mi boca. Así que no tuve otro remedio que tragármelo. Cerré los ojos y me dejé llevar, dócil, entregada, esponjada por aquella maravilla, pero temiendo a un tiempo que el chicle se me pegara a las tripas.

Ignoro el tiempo que pasamos ocultos bajos aquella noche improvisada por la tela del bendito paraguas, pero cuando volvimos a la realidad, supongo que para respirar, había dejado de llover.

Nos despedimos tras quince o veinte besos más que consiguieron que por fin aflojara mi carpeta. Entré en el portal y cerré la puerta unos segundos. Luego volví a abrirla y lo vi ya de espaldas, balanceando el paraguas con la soltura torpe de quien maneja por primera vez una raqueta.

5 comentarios:

WaterLula Von Hooligan dijo...

¡Cómo me gustan esta clase de historias!
El chicle, habérselo pasado de boca a boca a imagen y semejanza de Lux Lisbon (Las vírgenes suicidas) para que de camino a su casa hubiera tenido algo con que entretener la lengua.
Por cierto, ¿de qué sabor era? (me refiero al chicle, aunque si quieres detallarme también otro tipo de sabores estaré encantada de leerte).

Un besso clorofílico,

4ETNIS

Anónimo dijo...

Pues sí, Lula, acertaste: el sabor del chicle era clorofila.
El de los besos una mezcla de menta y de sal, ummm
Bessin, guapetona.

Hank dijo...

Ja,ja, ¿te tragaste el chicle? JA,JAAAA. Hay que ver, con lo que mata eso, qué loca...
Me encanta el detalle de la carpeta, el del flequillo me gustaría más en ella. Faltan, sin embargo, otros detalles: ¿falda o vaqueros?, el color del pelo, ¿le olía ligeramente húmedo?, color de los ojos, pulsaciones por minuto, vibraciones, temblores, dimes y diretes... Y el número de besos, ¡un poco de concreción!, ¿quince o veinte?

Ah, que entrañables recuerdos.

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...

Tienes razón, Hank, tendría que haberlo hecho mas visual. Faltan olores, tactos, sabores… Tendría que redondearlo más, pero… En fin, te aclaro:
El chicle, sí, me lo tragué. A lo mejor mis eternos problemas estomacales vienen de ahí.
¿Mi flequillo? Rubio, siempre rubio, con un remolino en el lado derecho, pero yo sólo podía ver el suyo, su mechón negro.
¿Falda o vaqueros? Por supuesto vaqueros.
¿El olor del pelo? A humedad fresca, como huele siempre nuestra tierra.
¿El color de sus ojos?... ¡coño, pues no lo recuerdo! probablemente marrones, o miel oscura.
¿El número de pulsaciones? Teniendo en cuenta que yo siempre las llevo a 90, en aquel momento imagino que pasarían de las 140. Fijo.
Y el número de besos... Imposible contarlos, se difuminaban tanto los bordes que no pude calcular dónde empezaba uno y donde acababa el siguiente.
¿Por qué parámetros se rige nuestra memoria cuando almacena recuerdos? Vete tú a saber... Pero aquel día decidió capturar el mechón de su cabello negro y las gomas de aquella simple carpeta.
Ignoro qué detalles almacenó la suya.

Un placer encontrarte por aquí, y gracias por las aportaciones.

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