
En el campamento de verano, después de cenar, las monjas dejaban que el ejercito infantil que formábamos las treinta niñas, agotáramos las últimas energías en los jardines del caserón que nos albergaba. Teníamos siete años las dos. Yo la ganaba en altura y ella a mí en el número de pecas que decoraban su piel blanquecina. Aquel día, el sol se había cebado en sus carnes más de lo necesario, haciendo que la pecosa se alejara del grupo en un intento de proteger su espalda quemada. Yo, creyendo que aquel retraimiento voluntario no era tal, me acerqué a ella, y tomándola cariñosamente por el hombro la invité a unirse a nuestro juego. En el mismo instante que mi mano se posó en su piel, la niña comenzó a gritar acusándome del daño. Al oír el llanto, la monja que nos cuidaba, sin dejar que mis argumentos llegaran a sus oídos, me levantó las faldas y con su alpargata me dio una tanda de azotes delante de todas las compañeras.
Hasta unos años mas tarde no supe que las emociones sentidas aquella noche y muchas más de aquel triste verano, se llamaban: injusticia, indefensión, desamparo, ira, tristeza... Y sobre todo rencor, mucho rencor. No se lo guardé a la infeliz pecosa, sino a la monja-verdugo que iba depositando, con cada golpe en mis tiernas nalgas, su propia negligencia en la protección solar de sus pupilas.
Con el tiempo, el rencor infantil hacia la religiosa malvada, por un extraño proceso disociativo, ha pasado a mi misma, y la niña que lloraba su impotencia en un rincón de aquella vieja mansión, aún está allí, sola y desamparada, esperando que yo vaya en su busca, la abrace contra mi pecho y secándole las lágrimas le diga: “cielo mío, no llores más, ya lo he arreglado todo”.
.