
No reconocí al anciano que estaba a mi lado, frente al espejo del dormitorio. Me acariciaba el cuello en silencio y su mano arrugada contrastaba con la tersura fina de mi piel. Aguanté la repugnancia varios minutos, sin moverme, escuchando el tic-tac del reloj. Sólo cuando sentí la humedad tibia bajo mis pies descalzos bajé la mirada al suelo. El reguero de sangre llevó mis ojos hasta la cabeza del anciano que ahora yacía inmóvil sobre la cama. Aterrada, me volví de nuevo hacia el espejo. Desde él, una vieja con un martillo ensangrentado en las manos me sonreía, pero el hombre ya no estaba. Yo tampoco.