
Crepitan las llamas en la noche invernal y el olor de las hojas de eucalipto que arden en el fuego impregnan la estancia. La anciana lee frente a la chimenea, sola, en la única casa habitada del pueblo. Suenan golpes en la puerta. Sobresaltada, deja caer el libro y el gato vulgar, que dormitaba ovillado junto al calor, da un brinco. Recoge el libro, lo coloca sobre la mesilla y se queda expectante, con la vista extraviada entre las fotografías amarillentas que la observan desde la cómoda. Vuelve a sonar otra tanda de golpes. Se pone en pie con agilidad inusual y se acerca a la puerta conteniendo la respiración. Acerca el oído y escucha. Silencio. ¿Hay alguien ahí?, pregunta. El gato pega el hocico a sus zapatillas de fieltro gris. Nadie contesta. ¿Hay alguien?, repite de nuevo. Al otro lado sólo se escuchan arañazos en la madera. Se arma de valor y abre. Una mujer, igual a ella, se cuela dentro sin mirarla, se dirige a la sala, coge el libro que está sobre la mesilla y se sienta a leer frente a la chimenea. El gato arquea el lomo con los pelos en punta. La anciana intenta hablar pero su boca sólo exhala humo blanquecino. El espejo sobre el aparador le devuelve una mancha borrosa que se diluye poco a poco.
Unos minutos más tarde, vuelven a sonar golpes en la puerta. La mujer que vino del exterior, sobresaltada, deja caer el libro. ¿Hay alguien ahí?, pregunta.