Fui delincuente porque crecí en un mundo sin calles. Las viviendas se desperdigaban a los pies de la ladera sin sol de una montaña silenciosa. Mi casa tenía enfrente un camino de tierra y piedras marrones, agrietado en verano y fangoso en invierno. Callejeábamos sin tener calle, cubriendo nuestra inocencia con los churretes que la suciedad y el sudor iban tornando en incipiente criminalidad. A los diez años, todas mis posesiones cabían en mis bolsillos: en el derecho, tres canicas de acero, cuatro de cristal y cinco de barro cocido; en el izquierdo una peonza y tres chapas plateadas; y en el de atrás, el tesoro mas preciado: mi tirachinas. Me lo construyó mi hermano Luis cuando cumplí los siete años. El mango, brillante, suave, barnizado por el uso de hacer diana en mil ramas, latas abolladas y guerras pandilleras. La munición, siempre a mano, inagotable, alfombrando agresiva todo el campo de batalla. Fue en una de aquellas contiendas donde mi ensayada puntería destripó el ojo izquierdo del “Chato”.
Durante los siguientes cinco años volví a vivir entre las calles sin calle de tres correccionales sin piedras, donde aprendí que por los suelos llanos era mejor caminar arrastrando los dos pies.
LA HERENCIA, Javier Fernández Delgado
Hace 2 días
2 comentarios:
Creía que las canicas de barro cocido sólo las conocíamos en mi pueblo...
Como no había calles, tampoco había farolas, ni bombillas. No imaginas lo que habría disfrutado entonces el chaval con el tirachinas...
Beso fugaz, a dos aguas.
También había grillos. Y nidos de gorrión. Y renacuajos en oscuras aguas.
Gracias por atravesar mis montañas.
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