Tras cuatro días
soportando su hedor, por fin alguien ha entrado y abierto el ventanal. Qué
alivio sentir el frescor del mar que llevo mirando todo este tiempo. Han tapado
su cadáver y ahora varios policías deambulan por la casa rastreando pistas que
jamás hallarán. Uno de ellos se ha parado frente a mi jaula, me ha llenado los
cuencos con alpiste y agua y ahora me observa con atención. Si habláramos el
mismo lenguaje, le contaría lo ocurrido desde que el escritor se encaró con la
maldita novela.
Soy el único que
convivió con él hasta su muerte. Buscarán y buscarán y jamás podrán imaginar
que las culpables, las asesinas, fueron ellas. Las tienen frente a los ojos,
pero no las verán. Son mucho más astutas que ellos.
Durante los dos últimos
años fui testigo de los arrebatos del escritor, rompiendo folios cuando las muy
rebeldes se empeñaban en trastocar la historia que él les había trazado. Hasta
que por fin consiguió doblegarlas. Según los críticos, "Encarceladas" se convirtió en su obra cumbre.
Todo comenzó una tarde
en que el escritor, aburrido, recorría con la vista los estantes de su
biblioteca y se detuvo frente a su ejemplar, que no había vuelto a abrir desde
que le echase un vistazo en la imprenta. Lo tomó, acarició el lomo con gesto
ausente, abrió el volumen y repasó con el índice el título plateado de la
portada. Finalmente, lo devolvió a la estantería, entre sus primeras dos
novelas y sus tres poemarios. Contempló su producción con una sonrisa torcida.
Luego salió al balcón y
con los brazos abiertos aspiró el aire del mar. Permaneció un buen rato atento
al ir y venir de los paseantes. Luego cerró las puertas-ventanas y se dirigió
al cuarto de baño. Yo, a mi vez, me dediqué a observar la estantería. En ello
estaba cuando el libro comenzó a removerse. Minutos más tarde, el tomo se
balanceaba al borde del estante hasta caer al suelo, abierto boca arriba. Las
hojas se agitaban como zarandeadas por el viento. De pronto, sus líneas empezaron
a desordenarse. Las letras… Todas las letras, se separaban, distanciándose unas
de otras, y al poco volvían a agruparse como hormigas excitadas. Quién sabe qué
cosa hurgaría en la entrada de su hormiguero... En todo caso, las palabras
adelgazaban aquí y se engrosaban allá, mudaban sus consonantes, hurtaban
diptongos con velocidad de rateros, canjeaban acentos por comillas y vocales
por sangrías.
Abierto, boca arriba
sobre el piso: así encontró el libro el escritor, media hora más tarde, cuando
regresó al salón, recién bañado y con el pijama puesto. Inmóvil, miró en
derredor; luego se dirigió hacia el mueble donde había dejado el ejemplar y
comprobó la firmeza de las baldas. Todo estaba bien. Recogió el libro y, sin
leer nada, lo cerró. Cuando intentaba devolverlo al estante, se percató de que
no cabía, como si hubiera crecido o se hubiese hinchado. Entonces el escritor
apretó con fuerza las pastas y de nuevo trató de encajarlo. Imposible. Agotado,
se sentó en su sillón y abrió el volumen por la primera página.
Lo que siguió es algo
que aún ahora me cuesta evocar sin que se me ericen las plumas.
Los
dos vimos entonces, estupefactos, cómo las letras, ahora en fila, avanzaban
hacia la esquina inferior del papel. El escritor se apretó las sienes, se
limpió el sudor de la frente y admiró boquiabierto el desfile del minúsculo ejército.
Tan absorto estaba que no se dio cuenta de la avanzadilla que, procedente de
las páginas finales, comenzaba a treparle por la manga. Cuando le llegaron al
cuello, soltó el libro, se puso de pie y, rascándose la garganta con desesperación,
se encaminó hacia la ventana. Tosía. Tosía sin parar. Tanto, que su cara se
amorató. Trató de abrir la ventana, pero sus manos, ennegrecidas por las letras
que las cubrían y rígidas como una escayola, no lo consiguieron. Tambaleándose,
se dirigió a la puerta, pero tras algunos pasos pareció que las piernas no lo
sostenían. Terminó en el suelo, retorciéndose, arrastrándose apenas. Abrió la
boca para gritar entre aquella lava negra que ya reptaba por sus mejillas. Las
letras continuaron su avance imparable, colándose por la nariz, los oídos, la
lengua… Una a una, vocal y consonante, consonante y vocal, fueron metiéndosele
en el cuerpo. Un rato después, no quedaba ni una en el libro.
Al rato, el escritor
dejó de moverse.
Cerré los ojos unos
instantes. Cuando volví a abrirlos las letras abandonaban aquel cuerpo tal como
lo habían tomado. Disciplinadas, fueron entrando de nuevo al libro y ubicándose
en líneas, horizontales y rectas, hasta ocupar cada hoja.
No sé qué historia
contarán ahora, pero dudo que se trate de una confesión.
Editado en el libro "Gijón cuenta" (Abril 2012)