lunes, 29 de septiembre de 2008

Acompañada

Ruge como un avión a punto de aterrizar. Es la señal que le indica el centrifugado final. Se pone en pie y con ojos impacientes sigue los giros del tambor hasta que la lavadora finaliza el programa. Atraviesa el pasillo ladrando y corriendo como una bala.
—Ya, ya lo sé, ya sé que ha parado —ella, en la cocina, termina de lavar las patatas y seca las manos en el delantal—, tranquilo, ahora mismo la tendemos.
Controla cada movimiento de su ama y la precede camino al tendedero. Los fatigados pasos de ella contrastan con el trotecillo ágil del chucho que va y viene de la terraza a los pies de la mujer. Fuera, el sol hace brillar el pelo cobrizo del animal que ahora, tumbado sobre las rojas baldosas, observa atento como ella va colocando pinzas.
—Los calcetines se cuelgan por la puntera, así, ¿lo ves?, para que la pinza no estropee las gomas. Las camisas por abajo, jamás por el cuello...

Minutos mas tarde suena el timbre del horno y el can se yergue de un brinco. Entra disparado en la cocina, mira dos segundos el cristal y vuelve hacia el tendedero ladrando nuevamente.
—Vale, vale…, ya lo he oído. Ahora voy, no seas pesado.

Publicado en el libro "Ex libris" (abril 2015)

domingo, 28 de septiembre de 2008

Calles sin calle

Fui delincuente porque crecí en un mundo sin calles. Las viviendas se desperdigaban a los pies de la ladera sin sol de una montaña silenciosa. Mi casa tenía enfrente un camino de tierra y piedras marrones, agrietado en verano y fangoso en invierno. Callejeábamos sin tener calle, cubriendo nuestra inocencia con los churretes que la suciedad y el sudor iban tornando en incipiente criminalidad. A los diez años, todas mis posesiones cabían en mis bolsillos: en el derecho, tres canicas de acero, cuatro de cristal y cinco de barro cocido; en el izquierdo una peonza y tres chapas plateadas; y en el de atrás, el tesoro mas preciado: mi tirachinas. Me lo construyó mi hermano Luis cuando cumplí los siete años. El mango, brillante, suave, barnizado por el uso de hacer diana en mil ramas, latas abolladas y guerras pandilleras. La munición, siempre a mano, inagotable, alfombrando agresiva todo el campo de batalla. Fue en una de aquellas contiendas donde mi ensayada puntería destripó el ojo izquierdo del “Chato”.
Durante los siguientes cinco años volví a vivir entre las calles sin calle de tres correccionales sin piedras, donde aprendí que por los suelos llanos era mejor caminar arrastrando los dos pies.

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