viernes, 20 de febrero de 2009

Palabras




Él se enamoró nada más verla entrar en el bar que frecuentaba. Ella, además de la mirada, necesitó que su voz de espuma dejara flotando a sus neuronas. Y es que él venía acompañado de un cerebro tan brillante, y una oratoria tan bien timbrada, que ella se dejó caer en sus brazos como quien cae a la mar. Se le entregó toda, y él la conoció entera: desde el nacimiento del pelo hasta la hondonada perfecta de su ombligo, desde sus más pueriles anhelos, hasta ese pecado oscuro que cada cual oculta en los recodos del alma.

Se casaron tras cinco meses de entusiasmo y trescientas horas de comerse la piel y los adentros. Y en todo ese tiempo, de la boca masculina no se escapó jamás ni un solo te-quiero. Y es que él, a pesar de su locuacidad en lo cultural, en lo amoroso era más bien recogido.

—¿Me quieres? —preguntó ella al despedirse la primera mañana de convivencia.
—Claro, mujer, ¿acaso lo dudas? —y le posó un beso en la frente que ella llevó al trabajo como quien lleva un clavel en la pechera.
No era certeza lo que ella buscaba. Bien sabía de su adoración. Él había mandado colocar un gran espejo en el dormitorio, para que al abrazarla, sus
ojos pudieran adueñarse de su figura por detrás. Pero no haber escuchado nunca en la boca amada ese te-quiero, mil veces imaginado, le hacía sentir incompleta.
—¿Me quieres?— volvió a preguntar ella una noche, desmayada sobre su pecho tras dejarle él entre las piernas la semilla de la maternidad.
—Ya sabes que sí —volvió a responder él acariciándole el pelo.
—Pues yo…, te quiero, te quiero, te quiero… —repitió ella hasta diez veces. Pero no hubo contagio.

Pasaron los nueves meses y él tuvo otro motivo de adoración. Un milagro de carne rosa y ojos grandes que le pareció la niña más hermosa que había dado la humanidad. Ella, exhausta y feliz, le miró desde su lecho de recién parida, convencida de que al fin, escucharía las palabras soñadas. Pero él se limitó a llenar el cuarto del hospital de flores chillonas y caricias silenciosas.

Ella se había hinchado y deshinchado sin que su ombligo perdiera ni un milímetro de perfección. Por eso, cuando volvió a casa tras el parto, él quiso dar fe de aquel prodigio desnudándola frente al espejo. Entonces ella volvió a preguntar:
—¿Me quieres?
—¿Pero aún lo dudas? —susurró con la boca enterrada en su cuello— ¿No ves como me tienes?
—¿Entonces, por qué nunca me lo dices? —le separó de su cuerpo.
—¿Pero, para qué quieres que te lo diga si ya sabes que sí?
—Es cierto, ya lo sé —dijo ella poniéndose el camisón.
—¿Entonces? —él intentando desnudarla de nuevo.
—Déjame —le apartó—.Tú también sabes qué hay bajo mi ropa. Ya lo has visto muchas veces. No necesitas que te lo vuelva a enseñar.
Se metió en la cama y apagó la luz. Le sintió deambular mucho rato por la sala, callado, sin nada que argumentar.

Una noche, tras dos semanas de abstinencia, ella le sintió a su espalda dar más vueltas de la cuenta, pero no se volvió ni a preguntar. Al rato notó unos dedos tímidos picándole en el hombro.
—Te quiero… —dijo una voz tan baja que se ahogó en la almohada.
—¿Has dicho algo? —ella volviéndose— es que no te oigo. Habla más alto.
—Te quiero —volvió a repetir bajito, con la cabeza metida en la camisa del pijama.
Entonces ella se incorporó y encendió la luz.
—Repítemelo otra vez —y le levantó la barbilla como a un niño—, por favor.
—Pues eso —dijo un poco más alto mirando al techo —: que te quiero.
Ella se tapó la boca con ambas manos, una sobre la otra. Después los oídos. Tras unos minutos, en los que sólo se escuchó el tic-tac del despertador, ella explotó en una gran carcajada cuyas risas se prolongaron hasta el amanecer.

Desde aquel incidente, hace ya diez años, por los oídos de ella han pasado cinco amantes a los que nunca amó. Le dejaron mil te-quieros que entraron y salieron de sus orejas como el agua clorada de cualquier piscina: limpiando el último los residuos del anterior. Y hoy, como ayer, noche tras noche, sigue dejándose idolatrar por él, frente al espejo. En silencio. Siempre en silencio.


Editado en el libro "Letras de Arena" (2012)

ADVERTENCIA LEGAL

Todos los contenidos que aparecen, o puedan aparecer expuestos en este blog, pertenecen a Dña. Celsa Muñiz Diez y están registrados. Por ello están protegidos por el Real Decreto Legislativo 1/1996 de 12 de abril (Ley de Propiedad Intelectual).

No se permite la reproducción, total o parcial, en ningún soporte y para ningún fin, de ninguno de dichos contenidos salvo autorización expresa de la autora. En caso de autorización se citará siempre la autoría y la fuente original, creando, si fuese posible, un vínculo a esta página.