sábado, 21 de septiembre de 2013

Desde la jaula



Tras cuatro días soportando su hedor, por fin alguien ha entrado y abierto el ventanal. Qué alivio sentir el frescor del mar que llevo mirando todo este tiempo. Han tapado su cadáver y ahora varios policías deambulan por la casa rastreando pistas que jamás hallarán. Uno de ellos se ha parado frente a mi jaula, me ha llenado los cuencos con alpiste y agua y ahora me observa con atención. Si habláramos el mismo lenguaje, le contaría lo ocurrido desde que el escritor se encaró con la maldita novela.
Soy el único que convivió con él hasta su muerte. Buscarán y buscarán y jamás podrán imaginar que las culpables, las asesinas, fueron ellas. Las tienen frente a los ojos, pero no las verán. Son mucho más astutas que ellos.
Durante los dos últimos años fui testigo de los arrebatos del escritor, rompiendo folios cuando las muy rebeldes se empeñaban en trastocar la historia que él les había trazado. Hasta que por fin consiguió doblegarlas. Según los críticos, "Encarceladas" se convirtió en su obra cumbre.

Todo comenzó una tarde en que el escritor, aburrido, recorría con la vista los estantes de su biblioteca y se detuvo frente a su ejemplar, que no había vuelto a abrir desde que le echase un vistazo en la imprenta. Lo tomó, acarició el lomo con gesto ausente, abrió el volumen y repasó con el índice el título plateado de la portada. Finalmente, lo devolvió a la estantería, entre sus primeras dos novelas y sus tres poemarios. Contempló su producción con una sonrisa torcida.
Luego salió al balcón y con los brazos abiertos aspiró el aire del mar. Permaneció un buen rato atento al ir y venir de los paseantes. Luego cerró las puertas-ventanas y se dirigió al cuarto de baño. Yo, a mi vez, me dediqué a observar la estantería. En ello estaba cuando el libro comenzó a removerse. Minutos más tarde, el tomo se balanceaba al borde del estante hasta caer al suelo, abierto boca arriba. Las hojas se agitaban como zarandeadas por el viento. De pronto, sus líneas empezaron a desordenarse. Las letras… Todas las letras, se separaban, distanciándose unas de otras, y al poco volvían a agruparse como hormigas excitadas. Quién sabe qué cosa hurgaría en la entrada de su hormiguero... En todo caso, las palabras adelgazaban aquí y se engrosaban allá, mudaban sus consonantes, hurtaban diptongos con velocidad de rateros, canjeaban acentos por comillas y vocales por sangrías.

Abierto, boca arriba sobre el piso: así encontró el libro el escritor, media hora más tarde, cuando regresó al salón, recién bañado y con el pijama puesto. Inmóvil, miró en derredor; luego se dirigió hacia el mueble donde había dejado el ejemplar y comprobó la firmeza de las baldas. Todo estaba bien. Recogió el libro y, sin leer nada, lo cerró. Cuando intentaba devolverlo al estante, se percató de que no cabía, como si hubiera crecido o se hubiese hinchado. Entonces el escritor apretó con fuerza las pastas y de nuevo trató de encajarlo. Imposible. Agotado, se sentó en su sillón y abrió el volumen por la primera página.

Lo que siguió es algo que aún ahora me cuesta evocar sin que se me ericen las plumas.
Los dos vimos entonces, estupefactos, cómo las letras, ahora en fila, avanzaban hacia la esquina inferior del papel. El escritor se apretó las sienes, se limpió el sudor de la frente y admiró boquiabierto el desfile del minúsculo ejército. Tan absorto estaba que no se dio cuenta de la avanzadilla que, procedente de las páginas finales, comenzaba a treparle por la manga. Cuando le llegaron al cuello, soltó el libro, se puso de pie y, rascándose la garganta con desesperación, se encaminó hacia la ventana. Tosía. Tosía sin parar. Tanto, que su cara se amorató. Trató de abrir la ventana, pero sus manos, ennegrecidas por las letras que las cubrían y rígidas como una escayola, no lo consiguieron. Tambaleándose, se dirigió a la puerta, pero tras algunos pasos pareció que las piernas no lo sostenían. Terminó en el suelo, retorciéndose, arrastrándose apenas. Abrió la boca para gritar entre aquella lava negra que ya reptaba por sus mejillas. Las letras continuaron su avance imparable, colándose por la nariz, los oídos, la lengua… Una a una, vocal y consonante, consonante y vocal, fueron metiéndosele en el cuerpo. Un rato después, no quedaba ni una en el libro.
Al rato, el escritor dejó de moverse.

Cerré los ojos unos instantes. Cuando volví a abrirlos las letras abandonaban aquel cuerpo tal como lo habían tomado. Disciplinadas, fueron entrando de nuevo al libro y ubicándose en líneas, horizontales y rectas, hasta ocupar cada hoja.


No sé qué historia contarán ahora, pero dudo que se trate de una confesión.


Editado en el libro "Gijón cuenta" (Abril 2012)

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