martes, 28 de octubre de 2008

Minucias





Estaban sentados en el banco de un parque, besándose a poquitos bajo la luz amarillenta de una farola, cuando él se empeñó en que le diera algún objeto suyo. Uno que significara mucho para ella, algo que hubiera llevado consigo siempre, muy pegado a su piel, muy íntimo. Ella le dijo que no tenía ninguno. Entonces él señaló el anillo, el que ella siempre llevaba en el anular, un sellito pequeño, infantil.
—Pero vamos a ver, hombre, ¿para qué quieres esta birria de anillo?
—Para tener algo tuyo, cariño. No me importa su valor económico, sino el sentimental.
—Dios, que bobadas dices…
—Venga, ¿qué más te da? —él cogió sus manos con mohín infantil—, yo te lo voy a cuidar bien. Te lo prometo.
—No es eso, cielo —dijo soltándose—, es que no entiendo qué placer sacas de llevar algo mío de acá para allá.
Aquel anillo se lo había regalado su padre cuando cumplió los once años. Siempre que estaba nerviosa, aburrida, preocupada o incluso con el ánimo eufórico, se agarraba a él, le daba vueltas, lo acariciaba, lo recolocaba una y otra vez para situarlo en el centro del dedo. Aquel trajín era más acusado en invierno, cuando el anillo se caía hacia los lados a causa del frío que encogía su piel.
—Es una forma de tenerte conmigo —insistió él—, de sentir que te llevo siempre pegada a mi.
—Pues la verdad, chico, me parece una niñería y una cursilada del copón —como si su anillo, pensó ella, fuera una de esas mantitas que acarrean a veces los niños para sentir que están cerca de su madre.
—Qué poco me quieres —musito entonces él mirando al suelo.
—Por dios santo —dijo ella levantándose del banco—, no me puedo creer que lo digas en serio, que midas el valor de mi cariño con semejante rasero.
—Da igual. Las cosas son lo que son —dijo él mientras revolvía con un pie la gravilla del suelo—. Yo te habría dado lo que me pidieras.
—¡Es que yo no quiero nada tuyo! —exclamó ella abriendo las manos.
Entonces él alzó la vista y la miró con los ojos muy abiertos y la mandíbula descolgada.
—Bueno…, entiéndeme —apresuró ella—, me refiero a que no necesito ningún objeto tuyo para recordarte. No tengo que cargar con un trozo de hierro para sentir que estas cerca de mí. Esa sensación es algo que se percibe en el cerebro. Cuando uno está enamorado ya tiene al ser amado en la cabeza, como una nebulosa que lo va empapando del otro.
—Ya, ya, deja, deja —continuó cabizbajo—, si lo entiendo todo.
—¡No, no lo entiendes, coño, si lo entendieras no pondrías esa cara!
—Vale, vale —dijo él levantando las manos—, no hace falta que grites. Ya sé que es una bobada, pero, precisamente porque es una bobada, es por lo que no comprendo que te niegues a darme ese trocito de “hierro”, como tu dices. Para mí sí tiene un gran valor. Para ti, que no lo tiene, debería ser más fácil desprenderte de él.
—¿Cómo que no tiene valor para mí? —ella con el ceño fruncido—. Me lo regaló mi padre, ¿entiendes? ¡Mi p-a-dr-e! —gritó.
—O sea, que entonces sí tiene valor para ti —apuntó él con su índice.
—Pero, vamos a ver, tío —ella con las manos en jarra—, ¿ahora pretendes que me ponga a elegir entre mi padre y tú?
—No me entiendes —porfió él—, veo que no me acabas de entender.
—Bueno, mira, dejemos el temita, ¿vale? —zanjó irritada—. Ahora tengo que irme ya. Es tarde.
Y se fue. Sin volver la vista.
No volvieron a verse nunca más.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Bajo el paraguas

Yo tenía quince años, comenzaba la primavera y aquel día en la calle llovía sin piedad. Hacía mucho rato que aguardaba en el portón del instituto, abrazada a mis carpetas, esperando a que el cielo se cansara de llorar. Saqué un chicle y me lo metí en la boca para calmar el hambre, o la impaciencia. Si seguía allí terminaría por perder el autobús, así que en un arranque de valentía, y con gran dolor por el descalabro que sufriría mi melena, eché una carrera hasta que me frenó un semáforo. Entonces apareció él, con su mochila colgando del hombro y un inmenso paraguas negro. Se acercó, y sin pedirme permiso me cobijó bajo su enorme ala frenando el aguacero que comenzaba a empapar mi cabeza.
—¿Puedo acompañarte hasta el autobús? —me dijo.
—Eh?… —respondí aturdida.
—Si quieres —matizó.
—Ah, pues sí, claro, claro —me repuse—. Muchas gracias.
Se llamaba Raimundo. Era delgado y alto, muy alto. Hacía tiempo que nos lanzábamos miraditas entre clase y clase y alguna que otra charla con testigos que impedían otras de más hondura.
Echamos a andar calle abajo en silencio, todo lo pegados que nos impuso el paraguas. Yo le miraba a hurtadillas: un mechón de pelo negro le caía de cuando en cuando por la frente hasta taparle los ojos, lo que le llevaba a tener siempre ocupada la mano izquierda en el trajín inútil de despejarse la cara. Otro semáforo nos volvió a parar. Se puso frente a mí, y sin decir nada, posó sus dedos en uno de mis pómulos. Me sobresalté ante el contacto y me alejé un poco.
—¡Tranquila!, que no te voy a pegar —dijo tras una risotada—. Sólo intento secarte la cara.
Aplastó con su pulgar una gota perezosa que aún colgaba en mi piel. Sentí como se me iban encendiendo las mejillas sin que pudiera hacer nada. Agaché la cabeza para que el pelo ocultara mi vergüenza hasta que se fue aplacando el rubor.
Cerca ya de la parada vimos el bus detenido. Bajó una señora de mediana edad con dos niños. Corrimos para alcanzarlo antes de que se pusiera en marcha, pero fue inútil.
—Pues vaya…, jolín, qué por poco… Menos mal que por lo menos aquí no me mojo —Señalé el techo de la marquesina.
—¿No pensarás que te voy a dejar aquí sola y desamparada? —dijo con la voz ahogada por la carrera—. Venga, vamos andando. Te acompaño hasta tu casa.
—No, hombre…, ¿cómo vas a hacer eso? —moví la mano en el aire—. Vivo muy lejos.
—Y qué importa eso, ¿no ves que tenemos tejado? —rió agitando el paraguas.
En realidad yo lo estaba deseando, así que no insistí en la negativa. Por el camino hablamos sin parar de cosas que no recuerdo, saltando de una a la otra en un confuso diálogo causado por mi tonto azoramiento. Tampoco recuerdo si caminamos deprisa o despacio, ni si fuimos por algún atajo o rodeando la ciudad entera. Lo que sí recuerdo fue el gran deseo de que no llegáramos nunca a mi destino. Pero llegamos.
—Bueno…, pues aquí esta mi casa— mostré con risita cursi mi portal.
—Aja —dijo mirando la placa del número—, pues ahora ya sé dónde tengo que venir a buscarte.
—¿A buscarme? —yo nuevamente arrebolada.
—Sí. Bueno…, si tú quieres, claro.
—Esto…, bueno…, vale —dije a la par que estiraba y soltaba sin tregua las gomitas de mi carpeta.
—No pareces muy entusiasmada —encogió su altura inclinando la cabeza para buscar mis ojos.
—Oh, sí, sí. Me gustaría mucho —asentí mientras apretujaba la carpeta para que él no oyera los saltos de mi pecho.
Y entonces sucedió: allí, al cobijo de aquel paraguas, me atrajo hacia él y recibí mi primer beso. Sentí unos labios calientes. Sentí una lengua colándose entre ellos. Sentí el ansia de la mía. ¡Dios mío!: sentí el chicle atrapado entre las dos. ¿Qué hacer con él? Primero lo lancé hacia la esquina izquierda, sobre la muela del juicio, pero su lengua inquieta descubría todos los recovecos de mi boca. Así que no tuve otro remedio que tragármelo. Cerré los ojos y me dejé llevar, dócil, entregada, esponjada por aquella maravilla, pero temiendo a un tiempo que el chicle se me pegara a las tripas.

Ignoro el tiempo que pasamos ocultos bajos aquella noche improvisada por la tela del bendito paraguas, pero cuando volvimos a la realidad, supongo que para respirar, había dejado de llover.

Nos despedimos tras quince o veinte besos más que consiguieron que por fin aflojara mi carpeta. Entré en el portal y cerré la puerta unos segundos. Luego volví a abrirla y lo vi ya de espaldas, balanceando el paraguas con la soltura torpe de quien maneja por primera vez una raqueta.

lunes, 6 de octubre de 2008

La bella durmiente




Según cuenta la leyenda, en un país muy lejano había un rey y una reina que tuvieron, tras muchos años, una niñita muy bella. La princesita, como era de tradición, tenía dos hadas madrinas: una buena y otra un poco pendón, pues las crónicas mal pensantes siempre dijeron que el hada mala y el rey eran amantes.

Llegó el día del bautizo y la reina que no era tonta, y sabía de la traición, dijo que de invitar a la güarra, nada de nada, y que la muy golfa no se zamparía ni un gambón. Este desaire le sentó tan mal a la mala que sin aviso ni nada, entró en el palacio furiosa lanzando su maldición:
—Cuando la nena cumpla los dieciséis se clavará una aguja de tejer lana y morirá, ya lo veréis. Así que de tener nietos, nada de nada —le restregó toda chula a la reina desolada.
El rey lloraba cabizbajo mientras la reina, llena de ira, le insultaba por lo bajo:
—Tuya es la culpa, mal padre, maldito, si no hubieras sido tan cabrito…
—¡Tranquilos! —gritó el hada buena— que yo trucaré el maleficio. La nena no morirá, sólo dormirá quinientos años y luego despertará con el beso de amor que un bello príncipe le dará.
—¡Ja! —dijo la malvada con su risotada de hiel— ocultaré el castillo con tanto follaje que ni el más avispado personaje dará con él.
—Eso ya lo veremos, monina— dijo la buena con voz saltarina.
—Pues claro que lo verás, so tontina.

Entonces el rey, para evitar la maldición, prohibió en todo el reino tejer la lana, ni siquiera por afición. Nadie usó durante aquellos años ningún jersey de rombos ni calcetines con pom-pom. Y así fue como las abuelas, para suplir el vicio de darle al punto pelota, inventaron el bingo, el parchís y los pasos de la jota.

Pasaron los años y la niña crecía mas bella que un sol. Pero un día, en una fiesta en el castillo apareció de repente una doncella con un precioso gorrillo que dejó a todos mirándola sólo a ella.
—Quiero uno igual —dijo la princesita un poco envidiosa— ¿dónde lo puedo comprar?
—Lo siento mucho, princesa, el gorrito no está en venta, me lo tejió mi abuelita con su lana, sus manitas y un montón de paciencia.
—Pues yo quiero una prenda como esa —porfió cabezona la princesa— llévame ante tu vieja, te lo ordeno, deseo que ella me teja otro gorrito, tal cual.

Cuando llegaron al caserón de la anciana la princesa quedó asombrada al ver como la abuela cruzaba los pinchos de donde colgaba una bufanda encarnada.
—Que diver —dijo la princesita— ¿puedo probar yo también?
La abuela que no sabía que la chica era princesa le dejó las agujas sin miedo, y la muy torpe, ¡zas!, se pinchó en el dedo. Sólo un ¡ay! pudo decir, porque luego cayó como fulminada en el suelo desmayada. Inútiles fueron los muchos cachetes que la abuela arreó a sus pálidos mofletes por ver si resucitaba.

—¡Dios mío!, quinientos años dormida —gimió la reina aterrada— moriremos sin tener nietos, y además, la muy desdichada, cuando despierte de repente sólo encontrará a un montón de extraña gente.


En medio de aquel delirio, apareció el hada buena y propuso:
—Yo…, si queréis, os duermo a todos también, y así, cuando despierte la bella, vosotros despertaréis.
—¡Buena idea! —dijeron al unísono, sin preguntar ni a la corte ni a la plebe— durmámonos todos juntos y que la siesta nos sea leve.

Pasaron quinientos años y en la otra punta del planeta, un cantante con coleta, famoso en el mundo entero, y al que todos conocían como “El Príncipe Rokero”, harto de tanta fama, quiso cambiar de aires escapándose por montes y prados en busca de …
—¿De qué? —preguntaron los de su banda crispados.
—De un "no-sé-que" —respondió el joven mirando la luna.
—¿Abandonarás los conciertos así, sin causa ninguna? —porfiaron angustiados el bajo y el batería.
—Sólo por un tiempo, colegas, hasta que se calme esta ansia mía.
—¿Y no puedes calmarla en casa?
—No, he de sosegarme a lo lejos y encontrarme con mi alma.
—Pues entonces te acompañamos —dijeron los de su banda.

Y así lo hicieron. Marcharon sin rumbo fijo, con sus motos e instrumentos hasta que una mañana lluviosa apareció entre gigantescos arbustos la cúpula de un monumento.
—Entremos a ver el castillo —dijo el galán a su panda valiente.
—¡Estas loco!, ahí debe haber hasta fantasmas vivientes.
—Pues iré sólo —dijo resuelto el rokero.
Cerró la cremallera del traje, caló el casco hasta los ojos y se lanzó ilusionado a husmear el palacio encantado. Ya dentro de la estancia, sacó insecticida y un trapo y a golpe de chiscotazos fue matando arañas y escarabajos por almenas y pasillos, donde ronquidos atronadores retumbaban como un eco por los muros del castillo. —¿Hay alguien despierto? —fue preguntando tras cada puerta que abría, pero nadie le respondía.
Anduvo por todo el palacio con el alma acongojada, hasta que de repente, tras una puerta dorada, halló a la princesa encantada. Allí dormía la bella, como un ángel de porcelana, con el cabello de oro desparramado sobre la almohada. La zarandeó por los hombros por ver si la espabilaba, pero nada. Entonces se dijo a sí mismo:
—Aprovéchate chaval, que la niña no está mal y es toda una monada.
Y preso de incontrolada pasión puso, sin más miramientos, un inflamado beso en su boca de fresón. Y…, ¡plof!, de repente, la princesa se despertó.
—¿Quién sois vos? —pestañeó coquetuela.
—¡Eh!… —se apartó atolondrado— yo…, yo…, es que pasaba por aquí y …, como dormías…
Tontearon un poquito, se morrearon a mogollón y se juraron amor eterno tras el décimo achuchón. Fue tras éste cuando se dieron cuenta, que apoyada en balcón, el hada buena muy tierna los miraba sin la menor contención. Les contó el hechizo de la malvaba y la grave situación de por qué los demás habitantes del reino seguían durmiendo sin ton ni son.
—¿Qué haremos ahora? —dijo la enamorada— yo sin el permiso de mi papá no me caso...
—No importa, hermosa mía, nos arrejuntamos y tan campantes —contestó resuelto el galán.
—¡Qué espanto! —dijo la bella ofendida— eso es pecado gordo, vida mía.
—Que no, tontina, que ahora ya no es pecado.
—¿Ah, no? —dijo ella con gesto alelado.
—Pues no, mi ángel de amor. No temas al deshonor, que eso está pasado de moda.
—Pos vale, ¡nada de boda! —dijo ella muy contenta— cuando quieras nos largamos de este zumbido infernal, los ronquidos de tanta gente me están sentando fatal.
La subió a su moto rumbosa, y ella, nada miedosa, soltó su pelo al viento como bella mariposa. Y allá se fue el mozalbete monte abajo ilusionado a mostrarle a sus colegas el lindo botín encontrado.
Ni siquiera habían pasado los lindes de aquel reinado cuando la bella gimió con un grito de dolor: ¡Detén las ruedas, mi amor, que ya no puedo con el mareo! Paró él la moto a la primera y al quitarle el casco a su amada gritó:
—¡Que horror, ¿quién es esta calavera?!
—No te asustes, amado mío, soy yo, debe ser el cambio de aires que ha empalidecido mi color.
—¡Ja-ja-ja¡, qué aires ni que vientos, lo que le pasa a la niña es que tiene años a cientos —rió el hada malvada que apareció de repente en un árbol encaramada— No te la podrás llevar de palacio, como ya ves, pues si la alejas de su influjo se te quedará echa un rebujo.

Apesadumbrado el rokero devolvió la princesa a su palacio donde la tierna doncella se volvió de nuevo joven y bella
—¿Qué podemos hacer? —preguntó el enamorado al hada madrina callada.
—No sé, chaval —contestó ella escaqueada.
—¿Por qué no usas tu poder?
—Yo hago lo que tu quieras, majete, pero mi varita ya tiene edad y temo que si le meto otro paquete nos deje el conjuro partido por la mitad. Tú verás…
—Deja, deja, no la liemos más…
—Tengo una idea brillante —dijo la princesa de repente— montaremos un concierto atronador y lo usaremos como despertador.
Así lo hicieron. Sonaron los instrumentos con toda su marcha estruendosa y al llegar a la cuarta canción, así, como si tal cosa, despertaron todos de sopetón.
—¡Que follón, qué algarabía!, ¿de quien es la mano fría que me palpa el camisón? —dijo la reina enfadada.
—Es la mía, —sonrió el rey guiñándole un ojo— estamos despiertos, regenta mía, y la nena, además, enamorada del príncipe de un reino llamado Rock.
Se abrazaron, rieron y lloraron, luego bailaron, bebieron y comieron perdices y fueron, por otros quinientos años, la mar de felices.
FIN

viernes, 3 de octubre de 2008

El raro




Yo tenía quince años y él traspasado los dieciséis. Lo veía todos los domingos delante de la iglesia, siempre en la misma esquina, esperando el momento en que el párroco de aquél templo de pueblo abriera las puertas para entrar a misa. Ignoro si era profundamente religioso o asistía para justificar la asistencia, casi obligatoria, que nos marcaban los dominicos de entonces. Siempre estaba solo, siempre mirando al suelo, con una palidez casi enfermiza cubriendo su cuerpo larguirucho y desmadejado. Me fui enamorando a lo largo de aquel invierno sin saber que era amor el cosquilleo que me invadía. Soñaba cada noche con perder los dedos entre aquel cabello negro y devolverle una vida que parecía escapársele por las ventanas de sus tristes ojos verdes. El comentario de mis amigos; “… ahí está el raro, sujetando la misma pared del domingo pasado..” Y luego reían. Y yo reía porque ellos reían, pero por dentro se me encogía el pecho. No hice nada. Nunca. Eran años adolescentes, inmaduros e influenciables, donde lo importante era estar en el grupo de iguales y ajustar nuestras acciones a las reglas implícitas que regían líderes que nadie había votado. Y así pasó el año, o quizá dos, no lo sé, porque cuando se vive tan intensamente, el tiempo tiene otra medida. Yo me fui a otra ciudad y él se quedó allí mucho tiempo. Pasaron unos cuantos años y mi vida se fue llenando con otras vidas y esos mil quehaceres con los que de adultos justificamos la existencia del día a día. Hasta que otro domingo el azar me hizo volver a pisar aquella iglesia para asistir a una boda. Pregunté por él. Ha muerto, me dijeron. Se había suicidado con una sobredosis de heroína. Murió solo. Nunca le conocieron amigos ni pareja. Ni siquiera llegué a saber si le gustaban las mujeres o los hombres. Eso ya no importa mucho ahora.
Cuando salí de la iglesia miré su esquina y por un instante le volví a ver, mirándome intensamente. Y yo le sonreí, y el me sonrió con sus enormes ojos verdes. Luego desapareció. A lo mejor era otro. O el efecto del sol del mediodía que me cegaba la cara. O fue sólo un sueño. Es mi asignatura pendiente, lo sé, y lo peor de todo es que no hay recuperación en septiembre.

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