viernes, 31 de agosto de 2007

Cama de matrimonio

Una mujer joven y hermosa se perfuma y cepilla el pelo en el cuarto de baño mientras habla consigo misma:
“Hoy no me voy a poner la empalagosa crema nutritiva. ¡A la porra la prevención de arrugas! El placer de verle sufrir lo merece”.
Al poco rato entra en el dormitorio vestida sólo con unas sensuales bragas de encaje blanco. Enciende la luz y un hombre adormilado se sobresalta dentro de la cama. El fogonazo le obliga a cerrar los ojos como si le hubieran salpicado las chispas de un soplete.
—¡Ho!, perdón, ¿te he despertado? —se disculpa ella en tono inocente mientras se contonea como una putilla.
—No importa —responde él empequeñeciendo los ojos para evitar el escozor.
La mujer revuelve los cajones inferiores del armario inclinando el torso sin doblar las piernas, quedando sus glúteos, altaneros y firmes, frente a la cara del hombre que la mira cerrando un ojo.
—¿Se te ha perdido algo?
—No, nada, es que no encuentro mi pijama azul.
Después de un rato de fingir la búsqueda saca un minúsculo camisón rojo con un escote por detrás que casi le llega a las nalgas. Se lo pone con movimientos pausados y, como una diosa altiva, da cuatro o cinco vueltas por el cuarto antes de meterse en la cama. Él, ya con los dos ojos abiertos, finge indiferencia mirando al techo.
Ella apaga la luz y vuelve a su monólogo interior :
“Míralo, que manera de hacerse el duro. ¡Pues va listo!, si cree que me voy a ablandar es que no me conoce ni un tris. Estoy de muerte con este camisón, tan sedoso, con sus tirantes finitos que se me escurren al menor roce. Sé que le vuelven loco”.
—Buenas noches Mario.
—Buenas noches Eva —responde él en un tono casi inaudible.
Dos minutos mas tarde, la chica enciende la lamparita de su mesilla.
—Perdona otra vez, pero es que mi despertador no anda bien, ¿puedo coger el tuyo?
—Si, si, claro.
Se inclina sobre la cara del joven alargando el brazo para sincronizar el despertador. Hurga los botones en una maniobra lenta que hace resbalar uno de los tirantes. Parte del pecho queda al descubierto y casi roza la nariz del hombre. Éste vuelve a mirar al techo y traga saliva mientras tapa con una mano su entrepierna. Con la otra se agarra a la sábana y aprieta las mandíbulas sin decir nada.
Ella vuelve a subir el tirante con gesto sensual, sacude la melena y apaga la luz. Se coloca boca abajo, separa la piernas y restriega la pelvis contra el colchón hasta acomodar su postura.

Una tanda de anuncios paraliza la escena. Son las doce de la noche y Paco lleva más de una hora viendo la televisión metido en la cama. Concha, plancha ropa en la cocina.
“Pero qué putón y qué retorcida que es la Eva. Qué manera de vengarse del infeliz Mario. A mí, ¡já!, a mí se me iba a poner a tiro una mujer así y no trincarla allí mismo. ¡Que dignidad ni qué niño quemao!”

—¡Conchaaaa, chatina, ¿vienes a la cama ya?
—Enseguida voy, Paco —responde su mujer desde la cocina.
“Dios…, con el sueño que tengo y ése aún despierto ¿Qué coño hará que no se duerme de una vez? Seguro que hoy quiere juerga. Precisamente hoy. ¡Hoy, que estas cervicales me tienen destrozá! Claro, como ahora está jubilao y holgazanea todo el día… Qué razón tenía mi madre cuando aquella vez le contaba a tía Marcela que había noches en que hubiera preferido limpiar toda la casa que ponerse a la faena sin ganas. ¡Si lo sabré yo! … Y todas… Pero claro, a ver quien es la chula que le dice a mi Paco que ya no me hace tilín. Pobrecillo…,es tan bueno… “

—¡Conchaaaaaa!, ¿pero que coño haces que no vienes ya a la cama?
—Ya voy, Paco, ya. Estoy acabando de planchar, no te preocupes hombre, tú duérmete que termino en un plis-plas.
“Pero,… esta mujer…, ¿no se ha puesto a planchar ahora? ¡Coño, pero si son las 12 de la noche!”

Concha se entretiene un rato más por la cocina, ordenando trapos y cacharros.
“¡Pesado es, madre!… En fin, me meteré en el purgatorio, a fin de cuentas no sé si es peor sentirlo manoseándome con disimulo o enfrentarme al toro ya mentalizá. Total…, sólo es un ratito de nada: me abro de patas, doy cuatro o cinco grititos y le dejo más contento que unas pascuas. Y además es bueno para la próstata, que sólo por eso ya merece la pena el sacrificio. No vaya a pasarle como al marido de mi prima Charo, que menudo problemón… Destrozaito está el pobre, porque de sexo ya…, na de na. Y para nunca jamás, porque le han quitao no se que cosa de dentro... Pobre. Pero no hay duda de que a ella le ha tocao la lotería. ¡Pero si hasta ha engordao y todo! Claro,¿cómo no iba a engordar, si ahora duerme a pata suelta?. Y es que su marido la tenía descentraita todas las noches, con su manía de despertarla en mitad del sueño, lo mismo a las dos que a las cuatro de la madrugada. ¡Por Dios santo! Por lo menos mi Paco tiene las ganas con horario fijo. Claro que el horario de mañana se las trae, porque anda que no me da rabia ni na sentirlo tascándoseme al culo cuando estoy en el mejor sueño. ¡Dios…, que coraje! Claro que debe ser genético, porque recuerdo yo cuando justo una semana antes de casarnos mi suegra me dejó caer el comentario, así, como quien no quiere la cosa: “… pues sí hija, sí, que a los hombres hay que complacerlos, que si no luego se buscan el placer fuera de casa y luego vienen los líos, porque ya se sabe…, que siempre tienen ganas, incluso los hay que se les antoja el meneito na mas despertar…” Pobrecilla. Seguro que ella también tenía a un mañanero en la cama. Claro que viendo a mi pobre suegro, tan cascaito…, no lo imagino con los cuatro pelillos alborotaos, coloradito y pidiéndole guerra el cuerpo a esas horas.

—¡Conchaaaaaa!, mujer… ¿Vienes o no?
—Ya voy, Paco, ya voy…“¡Dios mío, qué trabajo!”

Yo y yo misma

—Venga, no seas vaga, tienes que describir ese lugar.
—¡Déjame en paz!, ahora no me apetece.
—Todo es ponerse, mujer. A ver: lugar donde pasas el mayor tiempo del día. Piensa, piensa…, ¿dónde crees que lo pasas?
—No seas pesada, yo que sé, nunca lo cronometro. Siempre estoy saltando de un lugar a otro. Tendría que ir sumando minutos de aquí y de allá y ver donde acumulo más horas. No sé… Supongo que ese lugar es la cama.
—Pues habla de tu cuarto.
—No. Eso me aburre. Preferiría hablar de mi almohada.
—Pero la almohada no es un lugar, sólo es un objeto.
—Bueno, da igual, para mí es un lugar.
—Vale, pues si es un lugar descríbelo a ver que te sale.
—¡Déjame en paz!, ya te dije que estoy cansada.
—¿Lo ves? ya estás dándote disculpas.
—No me apetece escribir de nada, ¿me oyes?, ¡de na-da!
—Ya. Lo que te pasa es que vives encorsetada, agarrotada. Por eso no tienes voz narrativa. Sólo eres un papagayo que repite palabras pomposas, rocambolescas y artificiales. Frases o ideas que has escuchado a otros. Por eso estas afónica. Tanto tiempo hablándole a tus adentros te han dejado muda. ¡Escribe, coño, escribe de una vez!
—Mi almohada es…, es…
—Sigue. ¿¡Es qué!?
—Es baja, blandita…
—Sigue. No te pares ahora.
—Está hecha de espuma, de trocitos multicolores, deformable, para que se doblegue cuando la abrazo. Me muevo a un lado y a otro y la llevo conmigo, volteándonos al compás. ¿Te acuerdas?, fue ella quien me enseño a hacer punto de cruz?
—Sí, ya lo sé.
—Cruzaba hilos en el aire y…
—Sigue. ¿por qué te paras ahora?
—¿Lo ves?, ya no puedo seguir. Cuando intento atrapar una idea se me va la inspiración y me bloqueo, dejo de ser yo y quiero ser otra. Otra con una voz más florida, más culta, y al final todo me parece simplón, sin gracia, y entonces dejo de escribir.
—Pues sé tu misma, vuélcalo según te viene a la cabeza, sin pararte. Venga, sigue contando lo del punto de cruz.
—La festividad del Día de la Madre estaba próxima, yo tenía nueve años y en el colegio me había pasado cuatro tardes enhebrando hilos verdes y rojos en un intento vano de bordarle a mamá un mantel como regalo. Y no me salía. El gran momento se acercaba y mi labor seguía intacta. Hasta que una madrugada, despierta y con los ojos cerrados, comencé a dar puntadas en el aire, cruzando hilos con la mente. Haciendo y deshaciendo sin tijeras ni dedal. A las tres de la madrugada me levanté, cogí el trapo que descansaba sobre la mesilla y, bajo el coco de luz de mi lamparita de payaso, bordé cuatro cuadros con ocho pasadas de aguja: perfectos, impecables. Al día siguiente ya no pude parar y terminé el mantel en dos tardes y tres noches de insomnio voluntario. Aún recuerdo los ojos de mi madre, tambaleantes, intentando sujetar dos lagrimones dentro de los párpados. Todavía lo conserva, protegido por un papel amarillento que hace años era blanco.
—Bueno…, en fin…, has logrado teclear algo. Es un churro, pero algo es algo, ¿no?
—Claro, otra mierda más, pero como no paras de comerme la cabeza…Y lo peor es que se me fue el tiempo y al final no describí el lugar que me proponía. Otro día de fracaso.
—No es cierto. Lo has intentando. Y los intentos son avances.
—Bah, claro, lo que tu digas. Ahora déjame, hoy ya no voy a escribir más. Estoy cansada. Muy cansada.
—¿Seguro que es cansancio?
—¡Que me dejes en paz, coño!


3006 después de Cristo

Pues sí, Pepi, lo que yo te digo, que esta ciudad está hecha una mierda. Hoy me encontré un abuelo en la basura, al lado del contenedor. Seguramente que no cabía dentro y lo dejaron al lado para que los basureros lo recogieran. La verdad es que no sé cómo la gente deja los trastos grandes en los contenedores de la basura menuda. Para eso están los servicios de recogida especiales, pero claro, la gente es tan comodona… Porque vamos a ver, ¿qué cuesta informarse del día y la hora en que toca recoger por nuestro barrio? Nada. Una simple llamada y ya está. Pero no, aquí cada uno va a lo suyo sin darse cuenta de que esas basuras estorban a los viandantes y sobre todo ensucian y afean la ciudad. Eso sin contar con el mal olor que pueden llegar a desprender algunos. Porque claro, cuando deciden deshacerse de ese tipo de trastos, dejan de cuidarlos. Y eso lo entiendo, ¿para qué gastar tiempo si total ya no sirven para nada? Normal. Pero sigo pensando que no cuesta tanto sacarlos a la basura cuando toque en cada barrio, en su día y a su hora. Seamos civilizados, leñe, que a nadie nos gusta tropezarse con la basura del vecino cuando salimos a la calle.
Pero hay gente para todo, porque a la media hora miré por la ventana y vi como un indigente se llevaba al viejo. Y es que es lo que yo digo, esa gente debe tener la casa echa una mierda. Se llevan cualquier trasto a su hogar. Porque vamos a ver, si no tienen dinero, ¿por qué caramba meten otra boca en casa? Pero claro, la culpa no es de ellos, si no los educaron bien, ni les enseñaron jamás a controlar sus emociones… Así les luce, que van por la vida asilvestrados, encariñándose con cualquiera al que ven haciendo pucheros. Y es que es lo que yo digo, caramba, que no se puede estar viviendo como en la prehistoria.

Sin ella, sin A

Estoy despierto y un sol inútil, como un estorbo, envuelve mi cuerpo como un cobertor. Trece meses que merodeo en medio de este encierro. Trece meses que no me recibe el húmedo goce de su sexo. El sueño no me viene si no es por medio del fuego de esos licores inmundos con los que me enveneno en el sopor nocturno. Beber. Beber y dormir es lo único que puedo permitirme. No tengo deberes, no necesito dinero, por eso pierdo el tiempo quieto, muy quieto, y miro el cielo, siempre negro, sin temor. Como poco y bebo mucho porque siempre siento el pecho seco. Vivo sin deseos excepto el de dormir. Dormir, dormir, dormir... Mi cuerpo sólo conoce el hielo del suyo, un frío que rellenó mi mente de recuerdos inútiles.

Fue un bochornoso domingo del mes de julio. No quise detenerme, quise morir como los toros que lidié: embistiendo fiero, cubierto de sudor y con el gesto chulo de quien se siente poderoso. Solté el estoque y enfrenté los violentos pitones. Cerré los ojos y escuché un público enfebrecido, sus vítores unidos en un mismo coro. Y pensé en Esther, justo en el momento en que el bicho penetró mi pecho muerto. Pero no tuve suerte.

Noto sus ojos en mi frente, rencorosos. No puedo verlos, pero sé que Esther me sonríe sin reír y me miente sin pudor. No me quiere, lo sé, pero no me duele. Lo que me duele es seguir viviendo en este encierro de invidente inútil.

Retratos

—Oye, cari, ¿quién es este señor de la foto?
—¿Qué foto?
—Ésta que está aquí, en el fondo del tercer cajón de tu escritorio.
—Ah, esa…, es mi abuelo, el padre de mi padre.
—Pues en veinte años que llevamos casados es la primera vez que lo veo. Es el que dieron por ahogado, ¿verdad?
—Sí, sí, eso es.
—Pobre abuela, ¿no?, quedarse así, viuda sin tener certeza de serlo.
—Pues sí. Venga, déjala donde estaba y vámonos.
—¿Qué te pasa, porqué estas tan nervioso, hombre?
—No estoy nervioso, es que es tarde.
—Qué casualidades tiene la vida, ¿verdad? Tu padre y tu abuelo, desaparecidos del mismo modo. ¡Que cosas! Pobrecilla, tu madre, aún está convencida de que la desaparición de los dos fue producto de una maldición familiar.
—Quien sabe…, a lo mejor es cierta y un día desaparezco yo también, así, de la noche a la mañana.
—¡Anda ya, hombre!, no me digas que crees en semejante bobada.
—Venga, deja ya de husmear en mis cajones.
—Espera, déjame leer lo que pone por detrás.
—¡Que lo dejes, leñe, vámonos de una vez!
— “David, hijo mío, recuerda: saca y escapa cuando notes que te secas. Brasil, 1960”. Qué dedicatoria mas rara ¿David era tu padre, ¿verdad?
—Sí, eso es. Venga, déjalo ya.
—¿Qué quiso decirle con esta frase?
—Yo que sé, el abuelo era un poco raro.
—Qué extraño…, la fecha de la foto…, 1960…, pero, ¿tu abuelo no desapareció en 1957?
—Eh…, pues no sé…, será un error del abuelo. ¡Venga, vámonos, deja ya de hurgar en mis cajones!
—Espera, llevémosle la foto a tu madre, seguro que le gustará verla.
—¡No, no, déjala ahí y no se te ocurra mencionarla!, ¿me oyes?!
—Vale, vale, no grites, no entiendo por qué te alteras de ese modo. Ahora la guardo.
—¡Venga, vámonos de una vez!
—Oye, Jorge, aquí hay otra foto, creo que es tu padre el que aparece en ella, fechada en 1980, ¿tampoco podemos enseñársela a tu madre?
—¡No, no y no, deja ya las malditas fotos!
—Vale, valeeeeeeee, ya las dejo. ¡Por Dios, que modales! Sólo una pregunta más: ¿de dónde es esta llave que guardas al lado de las fotos?


Identidad

No sé por qué lo hice. No sé por qué metí su muñeca Barby dentro del retrete. Había que verla gritar. Como una histérica llamando a mamá. Lo mejor de todo fue cuando la sacaron chorreando, llena de orines y mierda. Y Laura vomitando, y a mamá dándole arcadas. Las dos muertas de asco, como dos locas. Y luego lo de siempre, mi padre dándome el sermón:
—¿Por qué haces esas cosas, Diego? ¿No te das cuenta que ya tienes doce años? Pobre Laurita. Tú, como hermano mayor, deberías cuidarla y no estar todo el día machacándola. ¿No te das cuenta?
Y bla, bla, bla… Castigado sin televisión una semana.
Bah, como si me importase mucho. Total…, todos los programas que dan son una mierda… Que se queden allí, las dos juntitas viendo la tele en el cuarto de mamá todas las noches. Mejor. Así no tengo que aguantar cada día el rollo de mi madre:
—Diegito, cielo, este programa es de chicas, ¿por qué no vas a ver el fútbol en la tele grande del salón, con papá?
Odio el fútbol, y él no para de darme el coñazo con ese deporte de mierda. A mi me gusta patinar. Pero él ni me escucha. Había que verle el otro día..., cómo se puso porque quise ver el patinaje artístico. Que si es de niñitas, que si eso son mariconadas… Qué sabrá él lo que es bueno.
Todo el día igual: que si mira que eres raro, que si mira a tu primo Jorge, que si bla, bla, bla…. Jorge. Otro gilipollas, el tontaina de Jorge. Con sus notas brillantes, con su deporte, sus amigos…, tan listo, tan perfecto, tan…. Tan pelota, tan imbécil. Seguro que copia todo en el colegio. Y luego va de bueno delante de sus padres. Había que verle ayer, cuando vino con mis tíos a casa para ver el fútbol con mi padre y el suyo. Allí, en medio de los dos. Los tres dando gritos porque metieron un gol. Abrazándose como idiotas.
Bueno, mejor. Mejor que se quedaran allí, mirando la pelota, así no me dieron la plasta con que si tengo que salir con Jorge…, que si por qué no quedo con amigos…, que si mira Jorge cuantos amigos tiene, que si tú estás todo el día metido en casa haciendo trastadas…
El otro día se empeñaron en que fuera con mi primo y su pandilla al cine. Fuimos a ver una peli llena de marcianos ridículos y efectos especiales malísimos. Un asco. Luego, cuando salimos, mas de lo mismo. Todo el tiempo hablando de bichos y de fútbol. Sé que les caigo mal. A todos. También a Jorge. Mejor. Cómo si a mi me importase mucho que no me hablaran, ya ves…, total…, son todos imbéciles…
Y mi padre el peor. Tan orgulloso de sus trofeos. Mostrando siempre sus vitrinas de copas. Tiene copas de todo: de escalador, de piragüismo, de tenis…Cómo se puso aquel día porque usé una para beber la Coca-Cola. El grito que pegó cuando la vio metida en el lavaplatos. Como una fiera se puso. ¡Por favor…!, ¡oh, no, no, cuidado, sus trofecitos que no se constipen…! Pues que se los meta por donde le quepan. El muy imbécil… Siempre igual:
—Yo a tu edad, ya tenía tres copas de tenis, dos medallas con el equipo de fútbol del colegio y otras dos en natación.
¿Y a mi qué? Plomazo de tío, oye. Contando siempre el mismo rollo:
—Si tu quisieras, Dieguito, yo podría hablar con mi amigo Gerardo para que te metiera en el equipo de Jorge. Que ya sabes que es el mejor. Que este curso llegan a campeones, fijo. No entiendo por qué prefieres estar aquí todo el día, encerrado en tu cuarto, con tus juegos de mesa y metido en casa como un anciano. Siempre sólo.
Y mi madre otra pesada. Siempre a vueltas con los estudios, el orden, los deberes, el orden, los deberes… Había que verla el domingo, cuando vinieron mis abuelos, mas inflada que un globo, hablando todo el rato de lo lista que es la tontaina de mi hermana:
—Laurita, tesoro, enséñales tus notas a los yayos.
Y allí estaban todos, dándole besos y mimitos. ¡Puaf!, para vomitar.
Y luego la empollona ahí, restregándome su asquerosa muñeca de premio. Como si a mi me diera envidia, ya ves tú.
Mis padres están empeñados en llevarme al psicólogo. Que no soy normal, dicen. Y total, sólo porque suspendí cinco asignaturas. Todo el tiempo están igual: que si no me esfuerzo, que si soy un vago, que si este mes te quedas sin paga, sin tele, sin juegos, sin…¡Una mierda! Y yo que culpa tengo si me tienen manía los profesores. Ellos igual que en casa. Todo el rato con lo mismo: que si qué diferente eres de tu hermana, que si ella es tan estudiosa, tan ordenada, tan… Como mi primo Jorge. Igual. Los dos igual de pelotas y de imbéciles.
Bah, y a mi que me importa. ¡Que se vayan todos a la mierda!

Es mejor así. Yo lejos de casa, para no estorbarles. Seguro que ahora que no estoy están todos mas contentos. Mejor para ellos. Total…, a mi que me importa. Nada. Nada…
Seguro que ni me llaman. O me llaman para preguntar por Jorge. Yo que sé…
Que me dejen en paz. No les necesito. ¡No os necesito!, ¿entendéis?…, no os necesito…

Si. Estoy mucho mejor aquí, en este asiento, yo solo, delante del todo, junto al chofer, viendo pasar los árboles a toda velocidad. Así tengo mejor vista y no tengo que aguantar a los imbéciles de mis compañeros. Míralos ahí, cantando todo el tiempo como idiotas. Riéndose de tonterías. Un asco. Estoy mejor aquí, yo solo, pilotando el autocar como si fuera una nave.

Me han obligado a venir a esta excursión de fin de curso. Yo no quería, pero ¿me preguntaron?, No. Nunca me preguntan. Ellos sólo ordenan:
—Es bueno que te vayas de excursión, a ver si haces amigos y te despabilas de una vez.
¡Que asco de vida! ¿Es que nunca me van a dejar en paz?

Qué forma de hacer el indio. Y todo porque están las chicas mirándoles. Incluso Paula. Paula está muy guapa hoy. Sí, sí que lo está. Pero es una presumida, como sabe que todos andan detrás de ella… Pero yo paso. Me ponen nervioso, ella y sus amigas, con sus risitas bobas. Como el otro día cuando se acercó para ver mi móvil nuevo y se me cayo de la mano cuando se lo enseñaba. No sé que me pasó. No quiero que me hable ninguna, ni que se acerquen a mí. Son una panda de tontas. Pero Paula es…, es tan guapa…

El regreso

Como cada aniversario desde la desaparición de Sofía, hace ya tres años, Justo Romero lanzó al agua un ramillete de margaritas, las flores preferidas de su mujer. Luego, como si pudiera timonearlo con la vista, lo condujo con sus ojos río abajo sin moverse de la orilla.
Pero ayer el ramo se quedó enganchado entre las piedras unos metros mas abajo. Romero se acercó para empujarlo de nuevo al centro del río y en ese momento lo vio. Boca abajo estaba el cuerpo inmóvil de una mujer. A Justo le dio un vuelco el corazón. Lo sacó del agua sin saber de dónde le salieron las fuerzas, lo giró tembloroso y … ¡Díos mío!, exclamó conmocionado, ¡es ella, es ella…!, ¡es Sofía, Sofía!. Le tomó el pulso. No latía. ¡Está muerta!, gritó con desesperación. Acudieron tres pescadores que faenando mas arriba oyeron los gritos del hombre. Lograron calmar a Romero, cubrieron el cuerpo de la mujer y llamaron a la Policía. Y mientras aguardaban frente al río no dejaron de observar a Justo que, con la vista clavada en el agua, repetía sin cesar: “… es ella, es ella, es ella…”

Justo y Sofía eran un matrimonio bien avenido y modesto, sin mas lujos que alguna cena en fechas especiales, unos días al año en Benidorm y poco mas. A Romero le gustaba ir de pesca y llevarse con él a la bella Sofía. Era celoso, y ella, por no contrariarle le acompañaba todos los domingos desde que se habían casado, hacía ya seis años. Su mujer era inquieta y no aguantaba mucho tiempo sujetando inmóvil la caña. Prefería vagabundear por la montaña buscando moras, arándanos y escenas silvestres para fotografiar mientras su marido aguardaba paciente escuchando la radio a través de los cascos para no espantar a los peces.

Fue al mediodía de uno de aquellos domingos cuando Romero comenzó a sentirse inquieto. Su mujer hacía tres horas que se había alejado por entre los matorrales montaña arriba. Romero la buscó desesperado por los alrededores y el pueblo vecino. Gritó mil veces su nombre sin hallar otra respuesta que el silencio. A las cuatro de la tarde llamó a la Policía y juntos peinaron el lugar sin que de Sofía obtuvieran noticia alguna. En el fondo del río sólo encontraron su cámara de fotos y entre el ramaje de la orilla izquierda uno de sus zapatos de lona. La policía no lo confirmó por escrito, pero oficiosamente la dieron por ahogada.

Hoy, la policía le acaba de confirmar a Justo la muerte que tres años antes había quedado pendiente y le entrega una copia del informe forense junto con sus pertenencias: un reloj de oro macizo, unos zarcillos de brillantes y una sortija de rubíes con la siguiente inscripción: Te quiero. Roberto. Justo Romero deja caer las joyas mientras clava sus ojos en el siguiente párrafo del informe: “… fallecida por estrangulamiento seis horas antes de ser hallado el cadáver…”

(¿Continuará…?)

No conozco la tristeza

No sé qué es la tristeza. Yo siento cosas diferentes, por ejemplo: me siento inútil cuando sé que jamás podré hacer nada de lo que él se sienta orgulloso. Insignificante cuando delante de nuestros amigos me dice: “mejor te callas que no entiendes nada”. Rechazada cuando intento besarle y él aparta su cara. Ignorada cuando le hablo y nunca me escucha. Vencida siempre que discutimos y él me deja sin argumentos. Abusada cuando mi jornada laboral continúa en casa mientras él mira la TV. Desamparada cuando estoy enferma y solo se le ocurre llamar a mi madre. Apenada cuando veo la pobreza, las guerras y la injusticia mundial. Miserable cuando mi jefe me paga el sueldo. Triturada cuando los compañeros se adueñan de mis ideas para medrar a mi costa. Humillada cuando mi mejor amiga lanza a los cuatro vientos algún secreto mío. Amargada porque mi úlcera me apuñala todos los días. Desesperanzada, porque mi médico dice que mis males son producto de mi carácter. Abatida cuando en el Foro ignoran mi relato. Pesimista cuando compruebo que el hoy es igual que ayer y lo será igual mañana. Apática cuando lo mismo me da vivir que morir. Resignada, cuando sigo adelante aún sabiendo que nada cambiará jamás.
Estoy deprimida, es cierto, pero no conozco la tristeza.

Así fue

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, imperturbable y paciente, esperándole para tragárselo como a un insecto. El hambre y el cansancio le habían sumido en un sueño ligero, lleno de sobresaltos y pesadillas, tan reales como la visión, hacía ya nueve horas, del cuerpo desmayado de Kadox entre las enormes mandíbulas del gigantesco animal. Midar, refugiado en una cueva, vigilaba desde un minúsculo orificio al exterior los movimientos torpes de la fiera, sobre todo su lengua, extraordinariamente larga, que una y otra vez intentaba colarse por el estrecho hueco de entrada a la cueva.

Él y su compañero habían salido de Sirión hacía ya más de un año con la misión de investigar otras galaxias, pero un fallo en el programador de la nave les había llevado hacia algún milenio prehistórico del planeta Tierra para el que no iban equipados. Tras un complicado aterrizaje, salieron a tomar datos del extraño lugar. Un cielo limpio y una vegetación frondosa hacían, junto al silencio, el territorio más bello que jamás habían experimentado sus sentidos. Tan absortos estaban contemplando tal maravilla que no la sintieron llegar. Apareció de repente, por entre dos rocas, la bestia descomunal que aprovechando el asombro de los dos tripulantes apresó con la lengua a su compañero Kadox.

Al intercomunicador de su casco no llegaban las señales de la base debido a los golpes que recibió durante la aterradora huída hacia la cueva. No tenía herramientas con qué arreglarlo y Midar seguía paralizado, mirando la escafandra sin saber por donde tirar. Mientras la contemplaba se dio cuenta que de cuando en cuando emitía unos ruidos que él interpretó como algún cable desconectado o algo similar. Nerviosamente pulsó los cinco botones por ver si lograba contactar con la base, pero nadie respondía. Sin embargo advirtió que cada vez que pulsaba el botón naranja que conectaba su casco al de Kadox la fiera emitía unos terribles alaridos. Midar cayó entonces en la cuenta de que probablemente el minúsculo artilugio estuviera intacto alojado en el intestino del animal. Comenzó a pulsarlo de forma intermitente mientras observaba a la bestia restregándose contra las rocas en un intento de calmar el terrible dolor que le quemaba las entrañas. Dos horas más tarde el dinosaurio, con el cuerpo ensangrentado lanzó un gemido agónico y se desplomó en medio de una gran polvareda.
Midar se acercó sigiloso al animal y comprobó que no respiraba. Entró en la nave, contactó con la base, reprogramó el destino del vuelo y emprendió el viaje de regreso a casa.

Cuando llegó a Sirión, informó de lo ocurrido y entusiasmó con su relato a las autoridades que pronto vieron un filón sin explotar. Enviaron miles de naves cargadas de cuerpos artificiales con minúsculos transmisores alojados en su interior y los desperdigaron por todo el planeta para que las bestias que lo poblaban los devorasen. Luego desde una plataforma central los fueron activando para destruirlos del mismo modo que había hecho Midar en su primer viaje. Millones de dinosaurios fueron muriendo de modo encadenado: unos porque tragaron el cebo y otros porque iban devorando los cadáveres y pasando de un intestino al otro los mortíferos manjares.

La magnitud de la carga empleada en los minúsculos destructores, junto a la velocidad de propagación en tan corto espacio de tiempo, fueron cargando el aire de partículas radiacivas y electricidad descontrolada que envolvieron la atmósfera del codiciado planeta hasta que un meteorito que flotaba a su alrededor, atraído como un imán, se estrelló contra la esfera. Una descomunal bola de fuego tornó el bello paraje en un lugar calcinado que se fue resquebrajando poco a poco, a lo largo de milenios de oscuridad y desolación.

Cambios

Tenía que hacerlo. Ya era hora de dar el gran paso. Su hermana estaría ahí para apoyarla. Los niños ya eran grandes: A Pablo, metido en la adolescencia, le resultaría más fácil asimilarlo, y Sara, con sus doce años, ya la entendería como mujer. Quedaba el problema con su madre. Tendría que escucharla una vez más: “¿Cómo vas a hacer eso? ¿Es que no piensas en el desconcierto de tus hijos? Los niños sufrirán, no lo dudes. ¿Y tu marido?, él ya está hecho a ello, ¿a qué correr ese riesgo a estas alturas de tu vida?”. Pensó en Martín, zapeando indiferente ante el televisor noche tras noche. No le prestaba atención hacía ya mucho tiempo: la miraba como se mira un armario de la casa. Había llegado el momento y hoy sería el gran día.
Se quitó el delantal, barrió las migas del desayuno y se fue hacia el baño. Se metió en la ducha, se lavó concienzuda la cabeza y ya frente al espejo por fin lo hizo: se cambió de lado la raya del pelo. Luego salió a la calle, sacudió la melena y con paso firme se enfrentó al mundo.

Infierno

Julita Rivera no volvió a dormir boca abajo desde aquel día en que sor Jacinta les explicó como era el infierno: “… es un sitio donde estaríais quemando sin parar. Como si tuvierais vuestro cuerpo tumbado boca abajo sobre la chapa candente de la cocina. Y así para siempre, … Siempre, … SIEMpre,… SIEMPREEEE¡¡¡…..

Miopes

Uso gafas desde los ocho años y ya entonces me di cuenta que cuando no las llevaba puestas no sólo veía el mundo borroso sino que la ceguera alcanzaba también a los sonidos. No es que no los oyera, sino que perdía la concentración necesaria para captar la realidad, haciéndome vivir en un mundo aparte. Me acostumbré, en la infancia, a quitármelas para no oír las riñas de mi madre, para que me dejaran en paz en la adolescencia o para escaparme de las quejas de mi familia o de mi jefe en el trabajo. Mi hijo también es miope y mi mujer no entiende por qué razón le impido quitarse las gafas mientras le regaño por sus notas.
Tanto él como yo sabemos el motivo, pero los dos callamos
.

Como una línea recta

Mi idea de la perfección es el orden, la puntualidad, las colecciones completas, la pulcritud en los papeles, los perfumes sin estridencias, los sonidos que no son ruido, los sabores neutros, la piel limpia, el aire con 23 º, las horas sin huecos, lo homogéneo, lo simétrico…
En resumen: una monotonía de mierda.

Caperucita

Cuando Caperucita entró en el cuarto, la abuelita no estaba allí. La puerta y la ventana estaban cerradas. Únicamente halló abierta la boca del enorme cocodrilo de mazapán que le había llevado por Navidad.

99 formas de contar

LA FAMILIA

Somos una familia muy unida. Siempre que tenemos ocasión de comer juntos aprovechamos para contarnos las anécdotas y los problemas que nos preocupan. Hoy por ejemplo, a mi padre, que es abogado, le expulsaron de la Sala por defender a un cliente de forma poco ajustada a la ética del juez de turno. Mi hermano Luis se lamentaba del injusto suspenso que le han puesto en matemáticas. Laura está de morros con su novio; no logran ponerse de acuerdo sobre donde ir de vacaciones. A Carlos le han abollado la moto y le fastidia ir a la facultad en autobús. Mamá hace mucho tiempo que ya no cuenta nada; ni bueno ni malo. Pero hoy, le insistí tanto a que lo hiciera que al final nos dijo: “yo también he tenido un mal día; debe ser cosa de familia; rajé sin darme cuenta los guantes de goma cuando limpiaba el pescado; una pena…, los acababa de estrenar”. Todos callamos. La mirada clavada en el plato de la sopa nos sirvió de refugio momentáneo.

Telegrama

Comida familiar hoy. Componentes intercambiamos información cotidiana. Stop. Padre abogado expulsado juicio. Desacato juez. Stop. Hermano Luis rabioso. Suspenso injusto. Stop. Hermana Laura enfado novio. Desacuerdo lugar vacaciones. Stop. Hermano Carlos moto plaff. Cabreo. Odia autobús. Stop. Madre silenciosa. Hoy habló apenada. Día negro. Rompió guantes goma. No intencionalidad. Stop. Información materna causa silencio generalizado. Stop. Firmado Yo.

Arco Iris

No somos una familia gris.
Nos gusta, cuando hay ocasión, comer juntos y pintar el mantel blanco con los colores de nuestra vida cotidiana. Hoy, un juez intransigente puso verde a mi padre, que es abogado, expulsándole de la Sala naranja donde pleiteaba por un cliente. Mi hermano Luis llegó triste y pálido. No entiende el negro suspenso que le han puesto en matemáticas. La falta de acuerdo donde pasar las vacaciones, ha tornado en verdoso el rosado idilio de Laura y su novio. A Carlos le abollaron su moto azul y está rojo de ira por tener que ir a la facultad en el autobús granate. Mamá hace tiempo que no saca sus pinceles. Hoy le insistí tanto para que hablara que al final nos dijo: ¡qué mala suerte!, ciertamente hoy ha sido un día negro para todos. Rajé mis guantes amarillos mientras limpiaba el pescado azul. Una pena…, los acababa de estrenar. Todos callamos ocultando nuestros marrones ojos en la sopa descolorida.

Contrato

En mi casa, a las catorce horas treinta minutos de un día cualquiera.
REUNIDOS:
De una parte, mis padres y hermanos en torno a la mesa del almuerzo familiar.
De la otra, el bagaje cotidiano de los días rellenados.
Ambas partes, con la capacidad de diálogo que manifiestan y se reconocen tener, suficiente para el intercambio de experiencias y emociones, libre y espontáneamente relatan y DICEN:
PRIMERO.- Que mi padre, abogado de profesión, hoy ha sido expulsado del juicio que pleiteaba por no ajustar su exposición a la norma establecida.
SEGUNDO.- Que mi hermano Luis se ha hecho acreedor, en su instituto, de una injusta y ultrajante insuficiencia matemática.
TERCERO.- Que mi hermana Laura ha establecido un desacuerdo temporal con su novio sobre el destino vacacional pactado, sin que por el momento hallan fijado plazo de finalización.
CUARTO.- Que mi hermano Carlos denuncia el destrozo sufrido en su vehículo de motor, obligándole este hecho a desplazarse en transporte urbano a la facultad.
QUINTO.- Que mi madre, últimamente en exceso silenciosa, informa (tras reiteradas peticiones por mi parte a que lo haga) sobre la desafortunada rotura, ajena a su voluntad, de los guantes de caucho que, recientemente estrenados, le eran indispensables en su tarea de limpiar pescado.
SEXTO.- Que todos los participantes diluyen el consiguiente silencio y sus particulares reflexiones, en el caldo templado de la sopa.
Y en prueba de conformidad, firman todos los intervinientes el presente informe cotidiano en el lugar y hora al principio indicados.
Firmado: La Familia.

Yo, en cambio...

Él, siempre duerme a pierna suelta. Yo, en cambio, paso las noches intentando acompasar el tic-tac del reloj con el “agg-psss” de sus ronquidos.
Él, come lo que le place y no recuerda la indigestión. Yo, en cambio, aún dudo si me duele más el estómago que la grasa de las caderas.
Él, no conoce el dolor de cabeza ni distingue el abdomen del tórax. Yo, en cambio, se muy bien donde tengo cada neurona dolorida y cada órgano disfuncionado.
Él, es dueño de una vista amplia y transparente. Yo, en cambio, lo soy de dos cámaras borrosas que cada día me enseñan un mundo más diminuto.
No sé si es rabia, enojo o resentimiento, pero que sus últimos análisis apunten un exceso de colesterol me hace sentir menos rencor.

Usurpación

Desde el mismo día que nos casamos decidimos, mi marido y yo, que él sería el hombre de la casa y yo la dueña de la misma. Y así nos fue yendo la vida, equilibrada y sin interponerse querella alguna entre ambos puestos de responsabilidad. Hasta que jubilaron a Juan. Decidió, él por su cuenta, que había llegado el momento de mi liberación. Se metió tan a fondo en mi territorio que ahora soy yo la prejubilada. No me deja hacer la compra, “te pesa mucho cariño”, “te engañan, te sisan”, “no aprovechas las ofertas”. Desde que él cocina ha engordado diez kilos y otros tantos llevo yo. Me va pisando los talones por toda la casa, reordenando armarios y repasando cuanto suelo barro o plato friego. Mañana mismo me apunto a clase de gaita, en horario de seis a siete, justo en medio de la de aeróbic y pintura.

Tio Andres

Mi tío Andrés es muy divertido. Como no trabaja nunca, siempre tiene tiempo de jugar conmigo y llevarme por ahí. Tiene treinta años y vive en casa de mis abuelos. Papá dice que es un vampiro, pero yo nunca le vi beber sangre.
Hace una semana nos metimos juntos en una máquina de fotomatón y nos hicimos muchas fotos poniendo caras raras. ¡Qué risa! Pero cuando las estábamos mirando mi tío se puso muy blanco y empezó a temblar. Dijo que estaba un poco malo y que teníamos que ir para casa. Cuando íbamos en el ascensor no paraba de mirarse en el espejo y tocarse la cara, y decía todo el rato: ¡no me veo!…, ¡no me veo!… Luego se desmayó.
Desde ese día no sale de casa y está muy triste. Ya no juega nunca conmigo. Creo que mientras no tome un poco de sangre no va a ponerse bueno.

Querida madre

Querida madre, tengo miedo. Están ocurriendo cosas extrañas en la casa. Esta noche me encontré en el baño con una mujer joven. Cuando le pregunté quien era y qué hacía allí me dio un beso en la frente y me llevó a la cama. Volví a dormirme convencido de que soñaba.
Pero esta mañana, mientras bajaba en el ascensor, de pronto vi en el espejo a un anciano que me miraba con expresión de asombro, me volví, pero no había nadie. Estaba yo solo. Abandoné tembloroso el ascensor y corrí a tu lado para contártelo, pero tú me dijiste que no eras mi madre, que eras la portera. ¡Estoy muy asustado!
Cuando dejaba el portal, dos vecinas quedaban chismorreando que un tal D. Genaro ya no debería salir sólo a la calle.
¿Quién es D. Genaro madre? Se llama como yo, pero no le conozco.

Mujeres

Supe que mi niña había dejado de serlo, cuando aquella primavera exclamó frente a su armario: «¡Dios mío… no tengo nada que ponerme!»

Ingratitud

Estoy orgulloso. Esta mañana hice un buen trabajo. Cuido mi casa como nadie y cualquiera que se acerque a ella ya sabe lo que le espera (o debería saberlo). Desde pequeño me han enseñado a defender a los míos y hoy no iba a defraudarles. Esta vez fui mas rápido que mi enemigo. ¡Él se lo ha buscado! Ese vecino estaba peligrosamente cerca con su guadaña. Si no llego a estar alerta lo mismo entra en mi propiedad y…, ¡vete tu a saber qué habría pasado! Antes de que se diera cuenta salté la tapia y ¡zas! Vamos, que ese ya no vuelve a usar la guadaña en su vida. Con un poco de suerte tampoco podrá levantarse de la cama en mucho tiempo.

Pero hay algo que no entiendo: ¿qué hago en la perrera municipal? ¿Acaso mis amos no han visto el gran trabajo que hice hoy? Creo que son unos desagradecidos.

Erecciones condicionadas

Algo mas de dos años duró mi romance con Teresa. Nos separaban trescientos kilómetros y durante ese tiempo nuestra relación sexual fue exclusivamente telefónica. Su voz dulce, su respiración entrecortada, sus jadeos. Los orgasmos sublimes. Tal era el poder de aquellas llamadas, que nada más sentir el pitido del móvil la excitación era instantánea. Hasta tal punto quedé condicionado, que cuando lo dejamos tuve que cambiar el sonido del teléfono para evitar las erecciones incontrolables que regían mi entrepierna cada vez que alguien llamaba.
Hace tres años que estoy casado con Inés y somos muy felices. Cada noche vuelvo a cambiar el timbre del móvil y pido a mi mujer que lo haga sonar desde el cuarto de al lado. Temo por mis erecciones, pues dice estar harta de tener que llamar cada vez que nos acostamos.

Primer amor


Con mi relato "Primer amor", un relato con mirada infantil, he sido galardonada por mis compañeros foreros con el  1º Premio en el concurso “Cartas de amor especiales” del Foro Cafedeartistas (allí titulado: "Creciendo")
Gracias, compañeros.

Tu capricho

Fue un amor a primera vista. Me miraste con deseo, oliste y acariciaste mi piel, y supe que sería tuyo para siempre. Me fui a vivir contigo. Antes de que me encontraras, mi vida vegetaba entre la oscuridad de la noche y los fluorescentes del día, monótona, vacía, ¡muerta! Tu me diste una razón para vivir y me enseñaste un mundo que desconocía. Cogido de tu mano recorrí calles, plazas, tiendas y avenidas. Contigo viví gélidas mañanas, alegres mediodías y románticos atardeceres. Y fui envejeciendo feliz a tu lado. Te amaba y me amabas, lo sabía; por eso creía, ingenuo de mi, que lo nuestro sería para siempre. Pero ahora es otro quien acompaña tus días. Lloro a escondidas dentro de un estante de tu armario temiendo ese fatídico día en que me echarás de tu vida para siempre. ¡Ojalá pudiera llorar….! pero no tengo lágrimas. Sólo soy tu viejo bolso de mano con la piel vieja y cuarteada.

Angustia intramuscular

Algo punzante atraviesa la infantil garganta de Inés. Está despierta desde las seis de la mañana. Su angustia aumenta según se acerca la hora. Él acaba de llegar, puntualmente a las nueve. Mientras manipula los brillantes artilugios, ella no pude quitar sus ojos de la cajita plateada donde duermen, acunadas entre algodones, la pareja de jeringuillas, agujas de varios tamaños y una pinza dorada.
—Mamá…, ya estoy bien…, ya no me duele la garganta…, te lo juro.
Ninguno la escucha. En el “cazo de las inyecciones” su madre hierve el agua que dejará vírgenes a dos agujas y una de las jeringas.
—Pero…, mamá…, escúchame por favor…, ya estoy sana…
El sonido de la minúscula sierra contra la botellita del inyectable invade sus oídos.
—¿Por qué no tengo saliva en la boca mamá?
Él deja escapar una gota del violento líquido para asegurar la ausencia de aire en la cánula.
—Me duele el pecho mamá. No puedo respirar.
Una lágrima indefensa resbala al compás de la palmada con la que el practicante anestesia la nalga infantil.

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